Aquí se pinta cómo puede salvarse un abismo sin necesidad de puente
Por Mario Briceño-Iragorry.
Nota del editor
Con el paso de los calamitosos años por los que atraviesa Venezuela, nosotros como jóvenes hemos vuelto la mirada para encontrar en los hechos y los hombres de nuestra historia, sino las respuestas, los elementos que componen el acontecer y el futuro de la República.
Para su estudio, el deterioro crónico del que adolecen la vasta mayoría de las viejas bibliotecas y herméticos archivos de la nación han hecho de esta una ardua empresa a la que nos hemos comprometido afrontar con todas las energías de nuestra juventud. Cada estrepitoso fracaso y cada victoria pírrica nos ha empujado al afinamiento de nuestros métodos para poder realizar la labor que hoy nos reúne.
Hemos comprendido que para el rescate de la intelectualidad venezolana y la conformación de una nueva generación de historiadores, poetas y estadistas debemos avocarnos en la realización de medios tangibles para la comunicación y divulgación de la obra de nuestros hombres notables.
Boletines, documentales, pódcasts, artículos, cortometrajes y audiolibros son algunos de los formatos que encabezan hoy una nueva dimensión en la manera en que nos comunicamos. Antes reservados de manera parcial y limitada de las editoriales o de los horarios de la televisión y la radio, hoy son formatos disponibles para toda persona en cualquier parte del mundo a cualquier hora del día.
Es este esfuerzo nuestro un obsequio a la curiosidad por el aprendizaje y un auténtico llamado a la acción para toda la juventud venezolana en pos de que se lancen a la aventura de la creación literaria y artística que sean los cimientos del rescate del patrimonio nacional y la edificación de un legado perdurable al que cada generación pasada ha tenido la obligación de realizar.
En el siguiente artículo podrán leer una transcripción del primer capítulo de Tapices de Historia Patria, uno de los más emblemáticos trabajos de Mario Briceño-Iragorry y una de las piezas clave para la comprensión de la etapa colonial de Venezuela, el punto de partida de todas sus glorias y todas tragedias por igual, en definitiva, de su vida como nación. Briceño-Iragorry en este escrito nos invita al entendimiento holístico de este periodo y busca en sus formas las raíces de la cultura y la historia venezolana y descifra en sus símbolos humanos, políticos y económicos los auténticos valores de una sociedad que comprende el deber de marchar hacia su destino. Un trabajo importantísimo y de naturaleza tan única que creemos merece su traslación al formato de audio para su libre difusión.
Esperamos entonces que este audiolibro, el primero de muchos otros que publicaremos a lo largo de estos próximos meses, sean de aporte nutricio para su desarrollo como los futuros hombres notables que Venezuela necesita. La comprensión de Venezuela no es materia que debe estar relegada a las viejas estanterías de una biblioteca sino ser ejemplo práctico, vivo y palpitante de una república que debe edificarse cada día en la vida y obra de cada uno de sus ciudadanos.

Primer tapiz
Antes de todo, creemos un deber de sinceridad hacia quienes se tomen el trabajo, grande o pequeño, de leer estos “Tapices de Historia Patria”, explicar cómo y por qué nació nuestra afición a los estudios de historia nacional. Cosa difícil será a un arquitecto precisar a su cliente cuándo y cómo surgió en él predilección por el arte de edificar. Posible sería suponer que la primera idea de construir apareciera en su mente cuando hubo de deleitarse ante una hermosa arquería gótica o ante la majestad de una serie de columnas dóricas, pues resultaría asaz peregrino imaginar que nuestro arquitecto hubiera sentido el despertar de su vocación frente a una casa en palancas o mientras contemplaba el suave correr del agua en primitiva cañería. Sin embargo, a nosotros nos es más fácil suponer cómo harto propicio para crear el deseo de ser constructor, el momento en que uno de nuestros prójimos, o nosotros mismos, nos encontremos al borde de un precipicio y sintamos la necesidad de un puente para salvarlo. Claro que estas suposiciones no podrían ni deberán aplicarse en todos los casos en que tratemos de indagar el porqué de la existencia de los arquitectos, pues muchos de éstos lo serán porque en su familia haya tradicionalmente existido vocación por el estudio de las matemáticas, o por el motivo, mucho más simple, de que fueran hijos de vendedores de materiales de construcción.
Esta razón de la necesidad de un puente ante las honduras sin fondo de las vías como causa de una orientación profesional, justifica y explica también nuestra afición por los estudios de historia patria. En momentos en que leíamos hace algunos años la formación de la Patrio Boba, llegamos al borde, no de uno sino de múltiples abismos, tal como si estuviéramos en una cima rodeada de precipicios, y sentimos la urgencia de un puente que nos permitiera salvar la profundidad del vacío de los textos. Los que habían llegado a los abismos se habían valido de peligrosos saltos, de audaces acrobatismos, y otras veces, muchas, no habían sabido ni siquiera saltar. A nosotros nos hubiera sido fácil y cómodo seguir el mismo procedimiento de los demás lectores, pero nos ocurrió bajar a las peligrosas hondonadas si no con intención de fundarlas, al menos con el buen propósito de explorar el terreno. ¡Y cuál sería nuestra sorpresa al comprobar que no era el puente lo que faltaba, sino el abismo lo que estaba de más!
No se trata aquí de una paradoja, sino de una simple realidad histórica. La existencia del abismo histórico (y esto parece paradojal: un abismo que teniendo historia, no sea sino un fantasma de abismo), la existencia de dicho abismo-fantasma, repetimos, la comprueba, si no la Historia, a lo menos la obra de los historiadores; porque necesario es no perder de vista esta interesantísima cuestión: todos los historiadores no escriben Historia, pues muchos se quedan en las historias, valga decir, en el paleolítico de la Historia propiamente dicha. Y lo más interesante del caso es que estos historiadores, para ser fieles a su clasificación, escriben de una manera lapidaria: como el vértigo del abismo fascina la mente, ésta en el deleite de la imagen, adquiere una posición de tanta rigidez, que hace pétreas las sentencias, y las aseveraciones que lanzan en el campo histórico y se yerguen con la apariencia de dólmenes, cual corresponde al ciclo arqueológico de los autores.
El período de nuestra historia nacional que, presentando a nuestros ojos el aspecto de un abismo, nos hizo ver la necesidad de un puente para salvarlo, y en cuyo examen llegamos a la conclusión de que era el abismo quien estaba de sobra, se halla erizado de leyendas en extremo lúgubres. Ante el horror que infunden, palidece el Deja atrás toda esperanza del Florentino. Tan tupida se presentaba a nuestra mirada aquella selva, que temimos perdernos entre tanto camino abarrancado. Pero la obra estaba empezada, y necesario era darle fin.
Leíamos, como hemos dicho, los anales de la Patria Boba, es decir del período inicial de la República que concluye con la desastrosa capitulación de Miranda; y al pensar en la obra realizada por los patricios de 1810 y al estudiar los propósitos que guiaban a los creadores de la Independencia, tuvimos la impresión de hallarnos ante constitucionalistas de la Confederación Americana. ¿De dónde eran aquellos hombres? ¿Qué barco desmantelado los arrojó a estas playas fortunosas? ¿Quiénes fueron los sabios jurisconsultos que con la rapidez del rayo de Júpiter se trasladaron a los miserandos pueblos del interior y educaron al ilota que soportaba la ataraxia de tres siglos de coyunda? ¿De dónde salieron aquellas Provincias que deponían su autonomía política en el pacto federal de 1811? He aquí el abismo ante cuya voracidad sentimos el escalofrío de los peligros. Y el abismo se hacía cada vez más negro al pensar en la tragedia colonial. Nada podía venir de atrás: aquel período de tinieblas era impotente de originar este luminoso momento cívico, y la consabida metáfora que dice ser las auroras engendro de las sombras de la noche, resultaba demasiado pueril y literaria para el caso. No nos quedó más recurso que tantear en la oscuridad y medir su espesura, y para ello resolvimos darle un rodeo militar.
Nos alejamos del precipicio y nos dimos a investigar, como quien examina capas geológicas, toda la sombra que se extiende, según el decir de los historiadores, desde los prístinos días de la conquista española, hasta el alba republicana de 1810. Nuestra primera conclusión fue en extremó interesante: la mayor parte de los viejos historiadores que se dieron a la investigación de nuestro pasado colonial, había cometido un error incalificable, aunque digno de perdón, por cuanto a pesar de todo indica desconfianza de los propios ojos. El error consistía en haber usado catalejo en lugar de lupa para la investigación de la verdad histórica, tal como si un geólogo, después de las iniciales labores topográficas, insistiese en estudiar con la ayuda del teodolito, los cortes del terreno. Con tal procedimiento no podía llegarse, claro que no, a algo serio y eficiente, como no hubiera podido llegar nunca el ilustre doctor Ugueto en el Observatorio Cajigal, a clasificar el Necator americano que Rangel buscaba en la laminilla microscópica. ¡No faltaba más!
Armados de esta verdad descubrimos que la historia de nuestro pasado español no se halla en las historias en uso, sino en las monografías impopulares y en los papeles que no consultaron los viejos historiadores, o por lo menos los historiadores que usan catalejo. Descubrimos también que entre los viejos historiadores aficionados a aplicar la lupa en la investigación histórica, algunos usaron aparatos en mal estado, y que otros, como el amable don Arístides Rojas, a pesar de su agrado por los manuscritos, prefirieron la leyenda al examen de los documentos: cuando Rojas habló de instrucción colonial se atuvo a la fábula de García del Río sin pensar en nuestros ricos archivos. Historiador hay que diga haber llevado don Simón Bolívar el viejo, encargo de las Municipalidades de la primitiva Gobernación de Venezuela, para pedir al Rey que eximiera a los indios del trabajo personal, y cata que los documentos prueban que don Tristán Muñoz, como Procurador de Caracas, levantó probanza encaminada a certificar los grandes perjuicios que ocasionaba la Real Cédula fecha en San Lorenzo el 27 de abril de 1588, que prohibía el servicio personal de los indígenas, y que en virtud de esta probanza, el viejo Bolívar fue encomendado de pedir la revocatoria de tal Cédula; de donde resulta más liberal el Demonio del Mediodía que los propios cabildantes caraqueños; pero al historiador interesaba presentar al primer Bolívar venido a nuestra Patria por redentor de indios, como si esto acrecentara la gloria del último Simón.
En cambio no debemos, Dios nos libre de ello, faltar a la justicia. Nadie negará que Ángel César Rivas, Pedro Manuel Arcaya, Tulio Febres Cordero, Laureano Vallenilla Lanz, Caracciolo Parra León, Rafael Domínguez, Caracciolo Parra Pérez, Monseñor Navarro, Luis Alberto Sucre, Rodríguez Rivero, Vicente Dávila, García Chuecos y algunos más hayan aplicado no sólo lupa, sino potente microscopio, al estudio de nuestras viejas capas históricas. También ellos sintieron el escalofrío de los abismos y supieron salvar las dificultades de las vías. Unos más que otros, hallaron candilejas que les permitieron adentrarse en la “noche colonial” y descubrir entre los socavones la huella de los tesoros con que los patricios de 1810 pudieron pagar al tiempo el precio de su benemérita prestancia.
Pero las conclusiones de la crítica no han entrado de lleno en la historia popular, y para una mayoría numérica continúa subsistiendo el abismo, y el abismo se traga la verdad de nuestro pasado. Se ha sostenido por muchos historiadores la conveniencia de datar en el Siglo 19 la partida bautismal de nuestra patria, y se invocan razones de menguado patriotismo y falacias fundamentadas en hiatos inexistentes, para renegar de nuestra mañana cívica. Con lógica modernista, pesia su origen sofístico, se ha llamado por muchos blasfemia patriótica a toda investigación encaminada a ensanchar en el tiempo las lindes de nuestra nacionalidad. La Historia misma, maestra de la verdad según enseñaban los antiguos sabios, ha sido declarada reo de lesa patria, y más de uno de estos modernos inquisidores del Santo Oficio de la Libertad, estarían dispuestos a desenterrar sus huesos para hacer con ellos un auto de fe espléndido. Pero afortunadamente la Historia, aunque se refiera a hechos pasados, ni muere ni pasa, y vive en cambio siempre fresca para sonrojo de sus negadores, condenados a sufrir el destino de la mujer de Lot, por contraria razón a la que convirtió a aquélla en monumento de sal. Nada vive tanto y con tanta fuerza como el pasado.
Nosotros mismos que hablamos con bocas actuales, no somos sino su prolongación indefinida. Aunque se oculten los hechos, ellos terminan por declarar su propia verdad, como la semilla que sin riego doméstico, brota y crece en dura tierra. Porque la Historia alejada de la concepción de Heródoto, no sólo es recuento de hechos, sino los hechos mismos, y cuanto más avancen en el tiempo los anales de un pueblo, mayor será su potencialidad cósmica y más enérgicos los rasgos de su vitalidad política. No se sustenta un Estado sobre un pueblo que, carente de historia, carezca también de centro de gravedad para el futuro; ni tampoco es el héroe, en el sentido carlyliano, el autor de la historia de los pueblos. El héroe, por lo contrario, es producto de la Historia. Cuanto va de Guaicaipuro a Simón Bolívar difieren las historias de la Historia.
Las historias, demás de la inconsistencia de los hechos que refieren, expresan comúnmente lo que los autores desean que hubiese pasado, o simplemente circunstancias que hubiera sido importante que pasaran para dar mayor brillantez a ciertos relatos. No son siquiera una sub-historia, y más bien parecen la anti-historia. Nuestro pueblo resultaría, así pudiéramos decirlo, anti-histórico, por cuanto lo que se ha llamado historia popular no es sino un relato fundado sobre un abismo, de consistencia tanta como la de un rascacielos de alfeñique. Mientras los viejos vascos, hoscos y taciturnos, estribaban la fuerza de su pueblo en la frase ya trivial: “Nosotros somos, no datamos”, algunos de nuestros historiadores, a quienes parece complacer que aún no seamos, se empeñan, en enseñar a las masas que apenas esta mañana una vieja bruja nos sacó, crecidos y calzados con las botas del gato del molinero, de una minúscula cueva de ratones. Claro que no deja de tener algo o mucho de pintoresco esto de que aparezcan in promptu en la escena unos hombres barbados y con grandes espuelas de guerra, cuando en el acto anterior eran Ratón Pérez y Cucarachita Martínez los únicos personajes que concretaban la acción. Y mucho más divertido parece ser que las espuelas de los guerreros hayan bajado de las nubes en brazos de un duende, que haber de presenciar los esfuerzos del héroe forjándolas sudoroso sobre el yunque impasible, durante varias generaciones. Aquellas historias cuyos principales personajes son duendes y brujas se prestan admirablemente, por la extraña novedad, a ser contadas a los niños durante las largas veladas familiares. Lo mismo pasa con las historias anti-históricas que llenan los vacíos de nuestros anales, y por eso muchos historiadores, para tener público infantil que los aplauda, enseñan al pueblo que apenas nació con el último turbio de la noche pasada. Con justa razón se ha dado a estas historias el calificativo de románticas, mucho más decoroso, a pesar de todo, que el de anti-historias, y bastante conforme con el uso que los escritores ingleses, aun antes de existir el romanticismo como escuela, hicieron “del epíteto román tic, en sentido metafórico y aplicado a aquellos sitios campestres en que la naturaleza despliega toda la variedad de sus formas con el aparente desorden que la caracteriza, entre los contrastes de hermosas campiñas y collados amenos, con montes escarpados, precipicios terribles y peñascos estériles e incultos”.
Nosotros, por medio de estos “Tapices” históricos, no destinados a museos ni a exposiciones, sino a ser devorados por el fuego de los críticos, intentamos pintar algunos de los hechos principales de nuestro pasado colonial y especialmente las circunstancias que nos llevaron a comprobar, con gran sorpresa de nuestra parte, que donde notamos de primera intención la falta de un puente por hallarnos al borde de un abismo, lo que sobraba era el abismo; sorpresa semejante a la que debieron de haber sentido los niños buscadores del pájaro azul cuando advirtieron, al regreso de vana peregrinación, que en el humilde hogar sobraba la jaula donde estaba silente, y no de hogaño, el pájaro que sin fruto buscaron fuera. Entonces supimos que nada es tan fácil como salvar un abismo sin necesidad de puente, cuando no existe dicho abismo.