El tríptico literario fundacional de Arturo Uslar Pietri
Origen y significación de la «vanguardia uslariana».

Pensaba en la patria. Los Llanos, el Orinoco, los Andes, el mar. Toda aquella tierra vasta y viviente lo llamaba y estaba esperando de él1.
Pródromo
Las letras venezolanas son reconocidas por su aspecto entrañable, creatividad destacable y su estilo enganchador —y dualista—, apegadas a las realidades históricas de la nación, deslumbrando a los lectores a lo largo de su historia gracias a las destacadas contribuciones de sus más ilustres exponentes, como, por ejemplo, Rómulo Gallegos, José Antonio Ramos Sucre, Miguel Otero Silva, Francisco Lazo Martí o Manuel Díaz Rodríguez. Sin embargo, desde finales del siglo pasado hasta nuestros días —una centuria fecunda que vio surgir grandes figuras en la novela, el cuento, la poesía y el teatro—, la literatura nacional ha experimentado un marcado declive. Este deterioro refleja las profundas heridas sociales de una nación que, otrora honorable, yace ahora atrapada en un oscuro marasmo de mediocridad y pusilanimidad malsanas. Las ruinas de un pasado glorioso se confunden con los escombros de una era de aspiraciones «enanas y mezquinas» que ha sofocado los grandes anhelos y propósitos literarios del país.
La literatura, dentro de los márgenes venezolanos, siempre ha servido, con inalcanzable patriotismo, a «desglosar los códigos de nuestra historia nacional», escudriñando en las entrañas de tiempos pasados y revelando toda su grandeza a través de los tapices creativos de las construcciones literarias por sus maestros de letras. Sírvase de ejemplo supremo Las lanzas coloradas, la primera novela del polímata y erudito doctor Arturo Uslar Pietri, obra que devela las contradicciones de una época azarosa, la de la Guerra a Muerte y sus vínculos con el desarrollo ulterior de la identidad venezolana —así como el rostro de la americanidad—, en proceso de formación durante el cruento desenvolvimiento de la Independencia de Venezuela. Otro hito, anterior al impacto primaveral de Las lanzas coloradas, lo constituyen dos creaciones esenciales de Arturo Uslar Pietri: la revista Válvula y el cuentario Barrabás y otros relatos. Válvula, ese efímero faro cultural que asoma su renovada luz en un mar de rigidez literaria, surge como un audaz manifiesto de las vanguardias en Venezuela. Aunque breve en su existencia editorial, dejó una impronta duradera en la historia de la vanguardia venezolana, como un aroma sutil que persiste en los jardines de nuestra historia literaria. Por su parte, Barrabás y otros relatos, con su frescura innovadora y la vibrante sensibilidad que caracteriza a los primeros vuelos creativos, destila esa dulzura inconfundible de las pasiones juveniles y la promesa de un genio en ciernes.
Estas tres creaciones —la revista, el cuentario y la novela— se alzan como un tríptico formidable que celebra las primeras hazañas del joven Uslar Pietri, marcando el inicio de una trayectoria que habría de transformar, con sabiduría y audacia, el paisaje intelectual y literario de toda la Venezuela del siglo XX.
Aquella fresca, breve y vibrante producción literaria, concebida en la luminosa juventud de los bisoños entusiastas y visionarios, marcó el inicio de una nueva manera de narrar y destilar los nuevos aires de la voz americana, liberada de los tornillos foráneos y acentuándose un estilo americanista, sin manchas imitadoras de otras latitudes. El tríptico fundacional de Uslar, inspirado por el fulgor vanguardista de la época, irrumpió con un sentido novedoso y enigmático, configurando los cimientos de un género asombroso que, con el tiempo, se erigiría como uno de los emblemas de la literatura hispanoamericana2. Así, Válvula, Barrabás y otros cuentos y Las lanzas coloradas, más que una simple conjugación de literatura venezolana surge como el síntoma de una nueva expresión literaria, necesaria para canalizar y equilibrar las energías creativas de aquellos noveles intelectuales y escritores cuyas voluntades anunciaban, aunque sin la presencia del grueso de las sociedades americanas, las entradas al entendimiento de la universalidad de lo americano. Estas obras nos guían por senderos de comprensión que permiten dimensionar sus aportes y su legado dentro de la quijotesca y enriquecedora historia de la literatura hispanoamericana, así como nos vaticina la creación de nuevas vías de expresión para afianzar en la América toda la literatura del nuevo tiempo.
Génesis
Penetrar hondamente en las obras literarias requiere del laborioso oficio de escarbar en las entrañas biográficas de sus autores, creadores de esos mundos a veces distantes del tiempo presente, pero profundamente enraizados con el acontecer nacional, desmenuzando sus significados superiores e íntimos, las revelaciones que sustentan su nacimiento en el dilatado continente de la literatura hispanoamericana. Así, el rostro de esas historias se expone crudamente al lector y la sustancia elemental que lo dota de enérgica vida se vuelca hacia el entendimiento mayor.
El hombre que marcaría las letras y el pensamiento venezolano del siglo XX vino al mundo en mayo de 1906, en el seno de una familia estrechamente ligada al devenir histórico del país. Este vínculo quedó simbolizado desde su infancia: a los dos años, sus padrinos de bautizo fueron nada menos que Cipriano Castro, el entonces jefe militar y político de Venezuela, y su esposa Zoila. Por sus venas corría una mezcla singular de herencias: de un lado, los von Uslar, alemanes de Hannover; del otro, los Pietri, con raíces corsas. La tradición militar de los Uslar Pietri había perdurado por generaciones, pero fue Arturo quien quebró con esa tendencia, escogiendo la senda fulgurante de las ideas y las palabras como medio de creación. Pero, nunca estuvo ajeno a los agitados pulsos de la historia nacional, presentes en las narraciones efervescentes de su padre, el coronel Arturo Uslar Santamaría, quien mantenía vivos los relatos de heroísmo familiar en sus conversaciones. Pese a esta herencia cargada de epopeyas, en su infancia no hubo un entorno intelectual que lo guiara apropiadamente hacia las letras. Según el propio Uslar Pietri, en su hogar no existía tradición alguna vinculada a la literatura o la poesía. Estas permanecían distantes, como nubes sobre un horizonte remoto, hasta que, en su juventud, el contacto directo con las letras —iniciando con las escasas obras de su tiempo— le permitió descubrir un mundo nuevo. La infancia de don Arturo estuvo marcada por la soledad, en parte debido a la pérdida temprana de dos hermanas. Este aislamiento comenzó a disiparse con el nacimiento de su hermano Juan en 1925, un acontecimiento que trajo consigo una renovada cercanía familiar. Aquella niñez solitaria, sin embargo, fue el germen de una sensibilidad introspectiva que más tarde florecería en su obra y pensamiento. Atravesando diferentes insuficiencias económicas, escasez de medios aptos de vivencia decente, la suerte de la familiar Uslar Pietri pronto tomó otros vientos favorables que pondrían al joven Arturo a caminar con otro ritmo y sustancia elementales que lo empujarían al cosmos literato.3
Aquel interés por las letras, para don Arturo, sugiere un florecimiento natural del hombre, una atracción congénita del ser humano, y pese al medio infértil en donde le tocó vivir, recuerda como la literatura de aventura, como la de Julio Verne, estimuló sus sentidos y fue, progresivamente, empapándose de otras ideas e historias, introduciéndose la semilla de la pasión literaria en su espíritu audaz y hábil. Ya residente en los Valles de Aragua, en los modestos establecimientos de Maracay, don Arturo siente la necesidad deseosa de escudriñar el significado que supone el misterio de la palabra, a expresarse con palabras, a moldear una realidad concreta con el universo del abecedario y la belleza que puede extraer de aquel campo minado de saberes que era el edificio ilustre de las letras.4
Expresa el mismo Uslar Pietri que su educación fue muy pobre y mala, transcurrida en una país-aldea, en donde no tenía mayor contacto con las grandes cosas del momento, de las tormentas de ideologías bailarinas que danzaban en el teatro del mundo, especialmente en Europa. De ese modo, Uslar aprendió en una disciplina solitaria, movido por el ánimo de la curiosidad, siempre dispuesto a la absorción de las ideas que hallase. Luego de cursar estudios algún tiempo en Valencia residió en Los Teques, obligado a radicarse en este sitio por una grave afección de paludismo que amenazó seriamente su vida, pero que superó por los excelentes tratos de sus padres. En 1924 expone su tesis para acceder al grado de bachiller titulada “Todo es subjetividad”, y ese mismo año ingresa para estudiar estudios de derecho en la Universidad Central de Venezuela, dando comienzo a su vida en la capital venezolana, viviendo en pensiones y acercándose a nuevos proyectos insospechados.5
Allí, en el lugar en donde el Monte Ávila impone su corpulencia natural, en el bullicio de las ideas silenciadas, en el curso ávido de los jóvenes entusiastas, Uslar Pietri se incorporará como gota al mar al firmamento universitario, aunque precario, no menos emocionante. En la Plaza Bolívar se desenvuelven con torpeza las tertulias literarias y se discuten someramente lo acontecido en el mundo de la literatura —aunque Segnini nos da otra perspectiva respecto a las luces del gomecismo—. Hallamos una Caracas desahuciada de librerías, en donde, a través del testimonio de Uslar, se nos cuenta que, a duras penas, contabilizan un par, sin más que los textos ahí preservados y sin avistamientos de otros libros, revistas o diarios indicadores de tendencias foráneas y sugestivas. Prontamente nuestro actor multifacético se defraudaría del ambiente que envuelve a los hombres del derecho, sufriendo en su carácter la temperatura árida de los juzgados que presenció por medio de sus pasantías. Ingresaría rápidamente a colaborar en espacios propicios para ensayar sus primeros conceptos, ideas y figuras literarias, aunque con tonalidades muy lejanas a las futuras construcciones estilísticas que fundaría su brillantísima pluma. Su nombre aparece entonces en las revistas Élite, Billiken y Fantoches, así como en los diarios El Universal y El Nuevo Diario, y hasta llegó, portando un seudónimo, a publicar algunas crónicas taurinas, lo que sería, a ojos del presente, una extravagancia singular en la trayectoria de nuestro autor.6
Es un tiempo que inaugura el debate político en Caracas, cuando la osadía juvenil encuentra sosiego en la aparición de la generación del 28. Este grupo de emergentes opositores, inclinados hacia ideales democráticos y socialistas, lanza un llamado al combate ideológico contra las estructuras del poder gomecista, ya asentado por casi dos décadas. Surgen figuras como Raúl Leoni y Rómulo Betancourt —personalidades que liderarán la política venezolana en el futuro—, quien llega también a Caracas para cursar estudios de derecho, y en donde ambos se integran a la Federación de Estudiantes de Venezuela: un hervidero de ánimos colectivos que iniciaba su ascenso como bloque de oposición política. En el panorama cultural, destacan hechos significativos: la publicación del poemario Áspero de Antonio Arráiz y La Torre de Timón de José Antonio Ramos Sucre, esta última recibida con una mezcla de indiferencia y recelo, más por sus insondables sentidos que por falta de genio inmenso del ilustre cumanés. Todo ello aglomera el depósito literario de Venezuela. Por su lado, el joven Uslar se nutre de las lecturas de Spengler y Ortega y Gasset, en lo que sería sus incursiones primerizas a las grandes obras europeas de su tiempo, contenidos que, en el transcurso del tiempo, fundirán como complementos auténticos de sus nuevas creaciones literarias.7
Primera cara: Válvula
El prestigio del joven escritor pulula en las bocas de los eminentes hombres de letras de su época, quienes, advertidos por el naciente talento de Uslar, le rinden comentarios provechosos y alentadores. Algunos de estos hombres eran Fernando Paz Castillo, Rafael Angarita Arvelo y Pedro Sotillo, quienes gozaban de una reputación ascendente. Entre 1927 y 1928, su producción cuentística se intensifica, y en medio de ese ascenso emerge súbitamente, como una hilera de humo que brota del subsuelo, un proyecto desacostumbrado de ese tiempo desértico de innovaciones: la revista fugaz —pero no ausente de relevancia— titulada Válvula. Ese centro de vanguardia inaugurado por el editorial escrito por el mismo Uslar —titulado “Somos”— asoma su cabeza a la habitación de lo insólito, en un momento crítico para el desarrollo cultural en el país. Aunque mantenían la sensación vanguardista de los movimientos surrealistas o dadaístas, en Válvula sobresalían, casi paradójicamente, expresiones costumbristas o criollas, lo que generaba una contradicción en sus postulados. Ahí participaron ilustres individuos, tales como José Antonio Ramos Sucre, José Nucete-Sardi, Miguel Otero Silva y otros espíritus animados por el fulgor de adentrarse en los nuevos edificios de las letras venezolanas.
En el teatro de la historiografía literaria venezolana, Válvula, nacida en el revoltoso 1928, se yergue como génesis espléndida de las vanguardias artísticas de la primera mitad del siglo XX. Sin embargo, pese a su importancia como hito cultural, el análisis crítico sobre su legado ha sido disperso y, en muchos casos, insustancial. Casi una centuria después de su publicación aún parece necesario redescubrir lo que Válvula representó para la cultura nacional y comprender a mayor profundidad su impacto en el «devenir estético del país». Los estudios dedicados a esta obra fundamental han sido, en gran parte, anecdóticos, limitándose a destacar algunos aspectos que la sitúan como precursora de nuevas tendencias en las artes venezolanas. A pesar de su relevancia, las referencias compiladas sobre Válvula en las historias literarias del país difícilmente llenarían algún estudio robusto. Esta escasez de análisis contrasta con la frecuencia con la que se menciona su nombre, convirtiéndola en un símbolo tan reconocido como poco explorado. Resulta curioso que una revista de tan alto prestigio —aunque cortísima en su vida editorial—, capaz de sacudir los cimientos de un ambiente literario estancado —en cierta medida—, haya sido concebida en una única edición. Como un relámpago de voluntad ardorosa, no obstante, fue suficiente para marcar un antes y un después en la narrativa cultural venezolana, dejando abierto los pórticos para las nuevas generaciones venezolanas —y americanas—.8
Gallegos y su aclamada Doña Bárbara parecían cerrar, en el mismo año de la aparición de Válvula, el recorrido tradicional que inició con las descripciones hermosísimas de Manuel Vicente Ramos en su Peonía (1890), considerada por muchos críticos e historiadores como la primera novela nacional. Uslar Pietri y los demás integrantes de la revista concordaron no renovar aquellos trazos de lenguajes pintorescos de significativa carga folclórica, elevando sus visiones a la pavimentación de nuevas carreteras de ideas.9
Venezuela, como aldea de literatura criollista, positivista, nativista, enfrentaba la rebelión juvenil de un movimiento que, pese a su distancia con el surrealismo europeo, daba los primeros pasos de una revuelta cultural inspirada en aquel y otros estilos semejantes. Válvula irrumpe con audacia en un valle plagado de un sólo clima: el de lo conocido, y este numerito aparece como una luz filosa y efímera pero abrasadora que, en la brevedad de su expresión, denuncia la fatiga de una tradición gastada y la rigidez de un verbo envejecido, atontado, con arrugas y canas. No es una doctrina —ni pretende serlo—, sino un alzamiento del espíritu creador; no es un manifiesto rígido, sino la apertura de una grieta por donde asoma lo nuevo, lo impetuoso, lo inclasificable. Sus artífices, más que estetas con un dogma, son exploradores de lo ignoto, conjurando palabras sin amarras, lejos del costumbrismo adocenado y del discurso social manido. Su único mandato es la ruptura, su única brújula es el instinto. Este bramido de inconformidad, aunque fugaz, resuena en los años venideros, sembrando en la narrativa venezolana el germen de una literatura que se atreverá a despojarse de sus vestiduras antiguas y a vestirse con la osadía de lo inédito.10
Recordemos lo que es, práctica y realmente, una válvula. Es un instrumento de regulación y control, lo que causa una disonancia en su concepción inicial como apertura vanguardista. ¿Qué regula y qué controla Válvula? A saber, las inserciones desubicadas, malogradas, de tendencias ajenas a lo idiosincrático, a pesar del desierto de la literatura venezolana —con pozos de agua, cierto, pero desierto al fin—. Renovación y desarrollo, ingenio y rebeldía; estas características moldean y suben los estándares de la contemporaneidad literaria de la época. Surge así lo que conocemos como mejorías sustanciales del alma cultural del país. Porque la vanguardia es espacio de comunión, conjunción de revelaciones y realidades abrazadas por el afán inaugural de una nueva era, la presentación de una nueva conciencia —y que será siempre esta, la labor uslariana—. Entre la calima de lo desconocido y lo encontrado en tierras forasteras, el hallazgo de lo propiamente venezolano, lo que podemos llamar perfectamente núcleo sagrado de lo nacional, es el motor esencial de la creatividad de la camada que conforma Válvula. Si Carlos Eduardo Farías, colaborador en la revista, quien ya destacaba en 1925 con la introducción de elementos que servirán como inspiración a futuros escritores venezolanos, fungió como el instructor de esa estética renovadora, entonces fue Uslar el realizador cabal de tan magna empresa11.
Aunque la recepción fue desigual, José Gil Fortoul, uno de los mayores representantes del positivismo venezolano y expresidente de la República durante el mandato del Benemérito Juan Vicente Gómez, acogió con singular calidez la propuesta de los jóvenes renovadores de la narrativa y poesía venezolanas. Él mismo supo, a través de su claridad como vocero de los propósitos de aquellos fundadores de la vanguardia, atribuirles el sentido de su misión:
En primer término, no se trata de pintar o describir la realidad tal como ella aparece al vulgo, sino tal como el pintor y el poeta pretenden verla, con la mayor sobriedad y la mayor sugestión.12
Esto adquiere mayor volumen de grandeza en las coloridas palabras que inserta el joven Uslar en el editorial, lo que puede entenderse como la morfología vanguardista de Válvula, su alma sintetizada en texto, pero no uno de caracteres fríos e inertes, sino movedizos, ardorosos, propensos a salirse de aquellas hojas y cobrar vida por sus propios intentos de disolver lo ya anclado en los terrenos de la literatura.
Somos un puñado de hombres jóvenes con fe, con esperanza y sin caridad. Nos juzgamos llamados al cumplimiento de un tremendo deber, insinuado e impuesto por nosotros mismos, el de renovar y crear. ¡Trabajaremos compréndasenos o no! Bien sabido tenemos que se pare con dolor y para ello ofrecemos nuestra carne nueva. No nos hallamos clasificados en escuelas, ni rótulos literarios, ni permitiremos que se nos haga tal, somos de nuestro tiempo y el ritmo del corazón del mundo nos dará la pauta.13
Es una “guerra” declarada. Uslar, influido por el futurismo, adscribe la tesis de Marinetti, evoca su comprensión del concepto afirmando que «la batalla es la mejor escuela de energía».14
Se buscaba romper con las directrices de las escuelas académicas, como lo hace constatar Uslar en el editorial, cuando afirma que se debía romper «con las pomposas escuelas difuntas» e iniciar la creación de temas universales. Miliani denomina a los fundadores de Válvula como insurrectos, espíritus que buscaban proyectar una literatura iconoclasta, alejada de localismos, producto del sentimiento generado por la ausencia de Venezuela en la Gran Guerra, lo que provocó cierta afinidad con las causas artísticas e ideológicas en boga. Decidieron así comenzar a través de ellos mismos: fundadores de la novicia querencia literaria del momento.15
Válvula, por su anatomía cultural, fisionomía artística y biología literaria, no es un eco apagado ni un vestigio sepultado en la aridez del olvido, sino una corriente subterránea que, al brotar, inunda con su ímpetu las grietas del tiempo. Fue meteorito y fisura, desafío y exorcismo, un estallido de necesidades emergentes que reclamó su derecho a inscribirse en la historia cultural venezolana —y americana—. No basta con evocarla como anécdota, con arrinconarla en los márgenes polvorientos de la crítica; es preciso devolverle su vitalidad, hacerla palpitar nuevamente en el imaginario colectivo del ser venezolano. Porque Válvula no fue solo un papel que amarillea, sino un gesto, una fractura, una ruta abierta hacia el porvenir de las letras venezolanas. Su tipografía es testimonio de una inquietud incesante, sus ilustraciones cubistas son fragmentos de un tiempo que se quiso reinventar a sí mismo. Así, en la lectura renovada de sus páginas, encontramos la eternidad de lo que se resiste a ser olvidado: el aliento de una juventud que, desafiando lo establecido, supo encender la llama de lo irrepetible, quedando fijada en el libro de lo infinito y bello.
Segunda cara: Barrabás y otros cuentos
El nudo intrincado, áspero, tumultuoso al que desafía Uslar Pietri, hallaría rompimiento brusco y revelador con la aparición de su primer libro, un cuentario con el título de Barrabás y otros cuentos, que inicia en la literatura venezolana un proceso de renovación, rejuvenecimiento y a la vez de transformaciones inéditas que tendrían una marcada influencia en la cuentística nacional. Mismo año de arranque de la vanguardia con Válvula, el joven Uslar, con una breve experiencia en producir cuentitos, aunque con la suficiente genialidad para destacar, emprende esta nueva aventura. Esa estática tradición criollista que hemos tratado sufre, naturalmente, los tratados novedosos del caraqueño y siguiendo con los procesos evolutivos del arte, quedan desfasados y sepultados bajo las temáticas y expresiones novicias que ahí se presentan con suficiente audacia por su autor.
Uslar Pietri —realizador magno de la renovación literaria en Venezuela— presenta a la crítica, a la sociedad y a la región hispanoamericana los rótulos agraciados de ese notable trabajo de curación. Antes, habría que arrojarnos a la tarea de la arqueología del cuento y cómo la incorporación de diversos elementos de orden narrativo intervino en su ensamblaje final. Dominada la Historia por los cuentos, por la tendencia natural del hombre a elaborar relatos, la actividad humana pronto, con el avance y perfeccionamiento del arte y la lengua, funda la narración y hace penetrar su esencia en la naturaleza poética. Esta intuición poética sobre la realidad, cuya expresión se fundamenta en la imagen y la atmósfera, es el objeto de su transmisión sustancial. La literatura, entonces, se vuelve el umbral donde confluyen la memoria y el mito, lo documentado y lo soñado, lo inmediato y lo arquetípico. En este crisol de fuerzas creativas, la pluma de Uslar Pietri se inscribe como un eslabón que enlaza la tradición oral con las corrientes más refinadas de la modernidad. Así, la renovación literaria que emprende no es una ruptura violenta ni una negación de lo pretérito, sino una meticulosa restauración, un acto de alquimia verbal que dota a la narración de nuevos símbolos y modulaciones.16
El cuento venezolano alcanza su mayoría de edad, marcado por el pulso inexorable de un contexto histórico singular, donde la caducidad de los criterios estéticos —y la urgencia de un nuevo eje que revitalice los vínculos entre la obra y su destinatario— se erige como el motor de las renovaciones indispensables en el cosmos literario nacional. En esta encrucijada, la necesidad de una literatura que dialogue con su tiempo se vuelve imperiosa, impulsando la reconfiguración de sus formas, sus mitos y su voz.17
Allí, en el ámbito de las corrientes que trazaban sus sombras sobre el suelo de nuestra narrativa, prevalece, ante todo, la mimética, ese impulso que Juan Liscano identifica como el rostro auténtico de nuestra literatura: realista y anclada en lo local. Una expresión que, lejos de ser un mero reflejo, configura la identidad misma del relato venezolano, entre el testimonio y la recreación de su entorno inmediato18. Disolver ese mimetismo se transformó en el oficio literario de Uslar Pietri, y lo llevó a desafiar las dimensiones de la cuentística buscando la universalización de lo americano —y lo venezolano, por supuesto, con más ahínco—. Las dinámicas de la historia comienzan a introducirse en la opinión de los autores y críticos, dejando atrás, como cosa del pasado modernista en decadencia, la manifiesta rigidez de esa literatura de acero, sin posibilidades de flexibilidad. Esa literatura flexible debe asentarse en el tiempo presente y en los hechos, no podía desvincular su conexión con el acontecimiento inmediato, porque «el arte nuevo no admite definiciones porque su libertad las rechaza, porque nunca está estacionario como para tomarle perfil»19.
Se gestan transformaciones profundas en aquella narrativa de transición, cuyo carácter mutable radica, en esencia, en la incorporación de la dinámica histórica al corpus literario. En los cuentos de Uslar, este cambio se manifiesta con claridad: lo local se entreteje con geografías remotas dentro de una misma pluma, abriendo un horizonte donde la identidad ya no se define por un solo territorio, sino por la confluencia de múltiples paisajes imaginarios. La ortodoxia dialectal se retuerce y, al mismo tiempo, se reconfigura en registros más universales, alejándose de la inercia coloquialista sin renegar del matiz propio. No se rinde ante la dictadura de los venezolanismos, sino que traza un cauce de simbiosis entre mundos expresivos diversos, un fenómeno que Miliani identifica en sus indagaciones sobre la arquitectura cuentística de Uslar:
En muchos relatos existen concesiones de lenguaje, de temas y estructuras a las corrientes literarias preestablecidas y con vigencia aún.20
Uslar Pietri sorprende a un modernismo agotado, «trasnochado» y en retirada, trazando una senda estética que disloca el anquilosado regionalismo criollista. Su nombre queda inscrito en la vanguardia de una literatura que exige renovación, y aunque el año 28 esté teñido de avatares políticos, su empeño radica en la configuración de nuevos moldes estéticos. Barrabás y otros cuentos no busca prolongar la tradición ni ajustarse a los cánones heredados, sino más bien quebrarlos, oponerse frontalmente al costumbrismo y abrir un espacio donde la ficción venezolana se emancipe de su excesivo apego a lo vernáculo, a la irracional cantidad de adjetivación que despersonaliza el propósito de renovación. Esa jerarquización que se instala en la cuentística de Uslar Pietri adquiere solidez desde la misma elección del título: Barrabás, el reo que comparte el patíbulo con Cristo, introduce un matiz circunstancial y simbólico. El episodio evangélico se redescubre bajo una óptica inédita, en la que el mito es absorbido por la modernidad y reformulado en clave narrativa. La estructura tradicional se pliega a una resignificación en la que la historia se torna materia dúctil, susceptible de ser interpretada bajo los nuevos lenguajes de la ficción. Así, Uslar no solo reescribe el relato bíblico, sino que lo expande, lo problematiza y lo sitúa en un umbral donde la literatura se enfrenta a la Historia, transformándola sin anular su esencia.21
La composición del relato presenta una organización invertida de sus elementos. Es como un espejo convexo donde las cosas se proyecta al revés de lo que nocionalmente se tiene como norma.22
Toda la oleada de vanguardias halló articulación eficaz en aquel cuentario que Uslar colocaba como avanzadilla en el mundo de la literatura venezolana. El contagio de las formas, las mismas herencias cuentísticas venezolanas, los nuevos anhelos de reformas, se compaginaron en el título de Barrabás y otros cuentos. Lo que vino a caracterizar el conjunto del cuento venezolano, a darle fisionomía y rostro auténtico, fue la máxima consideración que Uslar Pietri introdujo, lo que definió como «la consideración del hombre como misterio en medio de los datos realistas». Este rumbo se afirma durante las siguientes décadas en el cuento venezolano. Ahí reposan los logros alcanzados por los cuentos uslarianos, únicos, podríamos decir, en los fastos literarios de la época23.
Tercera cara: Las lanzas coloradas
Durante su estancia en la París vibrante y festiva de los años veinte, en aquella ciudad de luces alborotadas donde Hemingway forjaba su leyenda, el joven Uslar Pietri encontró un espacio singular de experiencias que le permitieron afinar su percepción del abismo que separaba la realidad del Viejo Continente y la de su Venezuela natal. Ese contraste, vasto e insondable, alimentó su curiosidad y su necesidad de comprender a profundidad la compleja esencia hispanoamericana. Con el ímpetu de la juventud y el ansia de la aventura intelectual, se sumergió en un constante intercambio de ideas con César Zumeta, entonces Ministro Plenipotenciario y bastión del positivismo venezolano, un hombre que había servido con lealtad al régimen de Juan Vicente Gómez. Como su secretario, Uslar tuvo acceso a las reflexiones más agudas sobre la situación sociopolítica de Venezuela, en diálogos donde se desentrañaban las urgencias y paradojas del país. Más tarde, a aquellas tertulias se sumaron figuras como Diógenes Escalante y Caracciolo Parra Pérez, cuyas observaciones y lucidez trazaban un mapa de especulación intelectual que abría nuevas sendas en su pensamiento. Ese intercambio de ideas, denso y movedizo, sirvió como cimiento para el escritor en formación, quien, aún en la búsqueda de su voz definitiva, absorbía cada enseñanza con la determinación de quien se sabe destinado a inscribir su nombre en la historia dorada de las letras venezolanas.24
El viaje fue épico. El barco salía de La Guaira y tocaba en Carúpano, luego en Trinidad, Barbados, Martinica; allí cargaba carbón y el vapor se llenaba de polvo; luego Guadalupe, hasta que finalmente a Le Havre, 12 días después. En aquellos barcos, que se movían mucho, se leía; también había una orquestica y la gente bailaba. Otros, como el Columbie, en el que regresé cinco años después, tenía piscina.25
En aquella estimulante formación centrada en las tertulias enérgicas sobre el estado actual y futuro de la literatura universal, surgió una estrecha amistad con otros dos coterráneos del Nuevo Mundo, cuyos nombres, ligados al del joven Uslar Pietri, quedarían grabados en las páginas de las letras americanas. Uno era guatemalteco, ávido lector y escritor refulgente, de nombre Miguel Ángel Asturias, quien en el porvenir sería reconocido con el Premio Nobel de Literatura; el otro, de origen varios: cubano, suizo, francés, con afinidades para con la rítmica vida musical, tendría por nombre Alejo Carpentier, autor de “El siglo de las luces”. Ese triángulo de mestizaje cultural que formaban los tres jóvenes sirvió para encauzar sus fuerzas a la construcción del rostro de lo verdaderamente americano26. De todos, quizás, y con mayor seguridad, por el registro de sus obras, fue Uslar quien se preocupó de manera incesante por el problema americano. ¿Qué significaba aquel inmenso espacio de culturas y razas entremezcladas, nacidas de la Conquista y liberadas en la Independencia? ¿Qué identidad debía prevalecer? ¿Cómo fue posible ese pequeño género humano, como lo llamó Bolívar?
El propio Uslar Pietri reconoce que su inquietud por lo venezolano no cesaba jamás, que el destino de su tierra lo asediaba incluso en la lejanía, aunque en su espíritu habitaba ese patriotismo sin contención alguna. Aquellas conversaciones sobre el sentido del gentilicio americano, sumadas a su insaciable curiosidad intelectual, fueron determinantes en la gestación de una obra que no solo aspiraba a desentrañar el alma venezolana, sino a inscribir su visión en el vasto mosaico de la identidad americana. De esa ardorosa inquietud nació Las lanzas coloradas, una novela que no se limitaba a narrar la azarosa época de la Guerra a Muerte de la Independencia de Venezuela, sino que la transmutaba en un símbolo, en una representación del frenesí histórico que definía a Hispanoamérica.
Relata su autor que, ante la inminencia del año 1930, los venezolanos con un arraigado sentido de pertenencia y conexión con su Historia debían rendir tributo al centenario de la muerte del Libertador. Con esa conciencia de la memoria patria, Uslar concibe la idea de un proyecto cinematográfico en colaboración con Rafael Rivero, amigo suyo y reconocido cineasta del momento. En carta a este del 24 de junio de 1930 escribe:
Yo no sé si tú continúas haciendo cinematógrafo, pero creo que sí porque lo tomaste con mucho entusiasmo. Es el caso que se me ha ocurrido que podrías hacer algo cinematográfico bastante bien para el Centenario del Libertador. No una película con escenarios y argumento, como no la podrías hacer por falta de recursos, y que por otra parte no tendría objeto porque lo que hay que lograr no es un episodio de Bolívar visto en la pantalla, sino al contrario una interpretación cinematográfica del Libertador. Interpretación cinematográfica es decir visión fotogénica, es decir: torsos y árboles, potros encabritados, y una vaga nébula de mundo construyéndose. O para hablar en un término en que se me comprenda mejor: un poema fotográfico al Libertador.27
Inspirado en Tempestad en Asia, aquel filme donde la historia colectiva primaba sobre el protagonismo individual, su intención era capturar la esencia de una época, la gestación de una identidad nacional a través del caos, la guerra y las fuerzas que moldeaban el destino de un pueblo. No obstante, la magnitud de la empresa, los costos desbordados y las dificultades para una producción eficaz frustraron la realización del filme. Aquel ambicioso proyecto cinematográfico, incapaz de hallar su cauce en la pantalla, terminó por transmutarse en palabras, y el guion, lejos de extinguirse, se metamorfoseó en novela. Aunque el proceso de su escritura producirá en el temple del autor algunos terremotos de estrés y angustia.
La novela me va a volver loco. Es un trabajo aplastante. Te escribo en una mesa inundada de papeles mecanografiados desde donde me gritan sus mil voces mis personajes. Te juro que a fuerza de quererlos atrapar se me escapan. Además se me ha atravesado un asunto de la Sociedad de las Naciones que me ha obligado a relegar la literatura por varios días. Creo que no me será posible irme a España hasta pasado el 14. El día que “Las lanzas coloradas” estén impresas sentiré un verdadero alivio. Puedes creerme que se me ha hecho insoportable.28
No nos detendremos por ahora —aunque sí más adelante, en otro trabajo dedicado exclusivamente a la novela— en desentrañar su caudal dramático, el clima de su entorno o las figuras simbólicas que cobran vida en sus personajes. Sin embargo, ya desde ciertas posturas de la crítica, como la de Edoardo Crema, se vislumbra un eje interpretativo que encamina la obra hacia lo que él denominó la inutilidad del ideal como impulso de acción. Crema establece una comparación ilustrativa entre la correlación de las ideas nietzscheanas y la creación novelística de Uslar29, mientras que otras interpretaciones, no menos pertinentes, abordan el problema desde una perspectiva distinta, aunque enraizada en una misma cuestión de fondo: la concepción de lo venezolano a través de la figura de Boves. Este personaje, desatado, barbárico y temeroso, es llamado —más por méritos que por calumnias— el Exterminador, en una clara resonancia con la obra de Sábato30. Por su parte, Bóhorquez expande su análisis y concibe la novela como el punto de quiebre definitivo con la tradición, aunque sin descartar por completo ciertos elementos heredados que se entretejen en su estructura. Esta coexistencia de lo viejo y lo nuevo nos advierte sobre un cambio de rumbo en el tratamiento estético: la emergencia de nuevos ritmos, la exploración de procedimientos inéditos y el uso de la palabra como un agente de misterio y relaciones lúdicas. Como bien señala el crítico, Las lanzas coloradas otorga un lugar privilegiado al mundo onírico, profundamente anclado en el contexto de la guerra. Uslar Pietri inaugura una corriente de códigos desafiantes que pretenden superar los paradigmas de lo agotado de la literatura hispanoamericana, y la vanguardia literaria del continente encarna esos deseos en el vanguardismo de Las lanzas coloradas31.
Para el momento de su publicación, todas las interpretaciones de la crítica iban y venían, ese tiempo de transición vio, como hemos visto, una multiplicidad de visiones diferentes sobre la significación de la obra. Incluso hay quienes comparan al personaje de Fernando Fonta con el joven Julián Sorel de Rojo y Negro, dándole al autor venezolano cierto reconocimiento de integrar —sabiéndolo o no— elementos stendhalianos32. Y también existen comentarios rescatables, como el que realiza Julián Padrón, a poco tiempo del lanzamiento de la novela en la editorial Zeus en Madrid, que reza «Uslar Pietri se pasea sin fechas y sin historia por los albores de Venezuela con el desenfado del sol que renueva y clarea los espíritus de los hombres y de los campos» y concluye diciendo con mucho entusiasmo: «pero hay equilibrio y armonía en Las lanzas coloradas. Estos vaivenes que se sienten al leerla serán ascensiones en la nueva obra del joven escritor»33.
El proceso de su realización fue breve: según el propio Uslar, la escritura tomó apenas tres meses34. En ese tiempo, como ya se ha mencionado, su vida transcurría entre tertulias y labores junto al prohombre Zumeta. No se cuenta, por ahora, con registros que confirmen que Uslar compartiera la novela con el insigne ministro; sin embargo, la posibilidad de que fuera comentada, criticada e incluso leída antes de su culminación no resulta descabellada. Basta con considerar la influencia de Zumeta en la formación temprana del joven escritor, su ansia de perfeccionamiento intelectual y su interés en afinarse dentro del universo diplomático. En ese contexto, es difícil imaginar que una obra de tal envergadura naciera sin haber sido, de alguna manera, contrastada en esas fértiles conversaciones.
Así, la envoltura del valor de la obra del joven Uslar se desgarra en su afán patriótico y en su empeño por construir una historia sin los grilletes de su tiempo, ese mismo tiempo que Ortega y Gasset consideraba el verdadero protagonista de la novela. Pero Uslar, lejos de someterse a esa dictadura del medio, lo desbarata por completo: quiebra el espejo de lo cotidiano y, con un pulso seguro, cocina una variedad de realidades donde el pasado se hace presente, trastocando las fibras más hondas del sentimiento venezolano.35
«Las lanzas coloradas» nace como quien, preocupado, esperanzado, ansioso y fisgón busca los pedazos restantes para la completitud del mosaico de lo venezolano y, por lo mismo, de lo propiamente americano. Su concepción, ilustrativamente, se sitúa en la ciudad de París de mitad del siglo XX, centro álgido de encuentro y movimiento juveniles, novicios escritores dotados de extraordinaria sensibilidad frente a los bruscos y acelerados cambios de la escena cultural del Viejo Continente, y no menos inquietos por las mejoras de su alborotado y lejano hogar: la revoltosa América. Aquella colosal hija rebelde de la madre España, cuyo desenvolvimiento posterior a la hazaña de la emancipación ha perecido constantemente en nieblas confusas de caudillaje, incompetencia, mediocridad y guerras intestinas que han acabado por desangrarla y privarla del proceso orgánico que las altas civilizaciones sufren para el perfeccionamiento de sus áreas culturales, a saber, todas las disciplinas de excelencia humana, no ha sido el más conveniente ni salubre, por sus condiciones anárquicas y complejas, como sus conflictos de aceptación identitaria, sus herencias históricas y la integración de sus rasgos de orden superior.
Últimas consideraciones
Habría que comenzar por hacer un sincero examen de conciencia y preguntarnos, aun a riesgo de parecer que dudamos de lo obvio, con la trágica sinceridad de quien no quiere engañar ni ser engañado, algunas de esas cuestiones fundamentales: ¿Existe una literatura venezolana? ¿Qué país es el que ha expresado nuestra literatura? ¿Qué le ha dicho la literatura a la nación y en qué medida ha tenido influencia sobre su destino?36
Arturo Uslar Pietri se detiene en una pausa reflexiva, pensativo, observando la encrucijada que no es solo suya, sino la de todo un pueblo deseoso de hallar raíces irrompibles: ¿existe una literatura venezolana? La incógnita parece, en un primer vistazo, el pasatiempo de un erudito que juega con las palabras, pero en el hondo de su corazón todo venezolano —citando a Augusto Mijares— hierve la angustia de quien busca un rostro en el espejo de la historia venezolana y solo encuentra fragmentos dispersos, ecos que aún no se han convertido en voz plenamente articulada.
No se trata de negar —o maltratar— la existencia de escritores, de libros, de páginas impresas con la tinta de hombres y mujeres aparecidos bajo el mismo cielo tropical del Caribe. No. El desasosiego se desliza más allá, como un río subterráneo que rasga la tierra buscando una abertura. Porque tener escritores no es lo mismo que tener una literatura, esto es, un imperio de letras modélico para todos. Es como tener piedras regadas en el campo y llamarlas catedral. ¿Desde cuándo, se pregunta Uslar, esas piedras han tomado fisionomía, han dibujado una estructura, plataforma propia, un orden que trascienda el azar de los nombres y los títulos someros?
Si la Independencia es el punto de partida, como sugiere la historiografía literaria de la nación, ¿acaso no es una paradoja que la literatura venezolana nazca en el mismo instante en que el país se desgarra para ser libre? Como un niño que abre los ojos en medio del estruendo de las bayonetas y los alaridos de los muertos en combate, la palabra venezolana brota en la tempestad. ¿Es esa la cuna de una literatura o el simple balbuceo de un país que aún no sabe quién es —o qué puede llegar a ser—?
El dilema de Uslar Pietri es también el dilema de América. ¿Hasta qué punto lo americano no es más que un reflejo de lo europeo en la bruma del Trópico? Como un hijo que carga los gestos de su padre, pero que lucha por una voz propia, la literatura venezolana ha debido sacudirse las influencias, arrancarse las máscaras impuestas por siglos de colonización de ideas ajenas a su naturaleza, desarrollada en los tumultuosos eventos que dieron alma nacional, unificada en el gentilicio tricolor, buscar su verdad en la selva, en la llanura, en la sangre de su gente. Pero, ¿lo ha logrado?
La pregunta queda sujeta en las colchonetas de nubes, en ese cielo azulado que ha visto toda la vida de la Patria gestándose, como una flecha lanzada al porvenir. La literatura venezolana, si existe, debe ser más que una serie de nombres alineados en una cronología. Debe ser un pulso, una huella inconfundible, una sustancia que le pertenezca a Venezuela como el Ávila le pertenece a Caracas y Bolívar al corazón grupal del sacro gentilicio venezolano. Uslar Pietri, en su incesante búsqueda del alma venezolana y americana, lanza esta interrogante no como una duda, sino como un desafío para la juventud que le sucedió al morir y a las próximas que vendrán después de ellos: descubrir si en el aliento de nuestros escritores hay algo más que tinta, si hay un espíritu que pueda llamarse, con todas sus letras, venezolano —y americano—.
Vemos, pues, cómo el joven Uslar Pietri, aquel muchacho nutrido desde la infancia por una devoción innata hacia la palabra y las letras, se entregó con fervor a la edificación de lo que podríamos llamar una tendencia creativa indomable. Sugestionado por una serie de acontecimientos que fueron marcando su sendero, encontró en ellos las claves para su crecimiento literario. Con empeño, dedicación y un profundo sentido patriótico, comenzó a trazar los primeros esbozos de una matriz de pensamiento que abriría nuevas sendas de comprensión para la literatura venezolana, sus escritores y sus obras. Con el devenir del tiempo, este hombre, amalgamado de pura venezolanidad, se erigió en el mayor representante cultural del país en el siglo XX, no solo desde la tribuna literaria, sino también desde la acción concreta. Su presencia en la UNESCO, su incansable labor de exploración nacional en pueblos remotos y su voluntad de descender a los cimientos mismos del país lo convirtieron en un intérprete esencial de la venezolanidad. En su vasta mente, siempre evocada a comprender y profundizar en el alma de Venezuela, supo integrar a esa muchedumbre dispersa, dándole voz y sentido en su inagotable afán por estudiar al país, sus motivaciones y el caudal humano que lo habita.
Con este tríptico fundacional de su labor literaria inicia en Uslar el trabajo de reconstrucción de la identidad venezolana y el significado del Nuevo Mundo, así como la valoración apropiada del gentilicio americano, dentro del cual, junto a sus hermanos regionales, reposa, con sumo decoro, el nombre patrio, cuya enunciación causa temblores en la Historia, por su grandeza inconmensurable y sus altos representantes, encarnados en figuras eminentes como el egregio Arturo Uslar Pietri.
Pareciera que, desde la lejanía de los tiempos heroicos, Uslar acató la misma orden que el Libertador legó al coronel Rondón —¡Salve usted la Patria! —, asumiendo con plena conciencia el llamado de la historia. Como aquellos hombres que viven y obran por la nación, su labor trascendió lo literario para convertirse en un acto de salvaguarda cultural, en un esfuerzo sostenido por rescatar la esencia de Venezuela y proyectarla hacia el porvenir. Con sus obras, don Arturo no solo preservó la memoria de la patria, sino que la elevó a nuevas altitudes, más claras, más brillantes, más admirables.
Arturo Uslar Pietri, Las lanzas coloradas, Barcelona, 1980, p. 70.
El autor hace referencia al género literario conocido como Realismo mágico.
Rafael Arráiz Lucca, Arturo Uslar Pietri, Caracas, 2010, pp. 9-12.
Casa Uslar Pietri, Arturo Uslar Pietri en Palabra Mayor (1992), 47:31, publicado el 28 de abril de 2023, https://www.youtube.com/watch?v=IW5SCVarJEA.
Rafael Arráiz Lucca, Venezolanos excepcionales, Caracas, 2015, pp. 12-14.
Arráiz Lucca, Arturo Uslar Pietri, p. 17.
Ibíd., p. 18.
Revista Válvula (1928): Edición Facsimilar, Caracas, 2011, p. 7.
Orlando Araujo, Narrativa venezolana contemporánea, Caracas, 2018, pp. 20-21.
Ibíd., pp. 83-86.
Domingo Miliani, Arturo Uslar Pietri: Renovador del cuento venezolano, Caracas, 1969, p. 31.
Ibíd., p. 42.
Válvula, Caracas, 7 de enero de 1928, s/n. portada.
Nelson Osorio, El futurismo y la vanguardia literaria en América Latina, Caracas, 1982, p. 75.
Miliani, Arturo Uslar Pietri: Renovador del cuento venezolano, p. 46.
Arturo Uslar Pietri, Letras y hombres de Venezuela, Caracas, 1974, pp. 280-281.
Miliani, Arturo Uslar Pietri: Renovador del cuento venezolano, p. 32.
Juan Liscano, Panorama de la literatura venezolana actual, Caracas, 1973.
Nelson Osorio, Manifiestos, proclamas y polémicas de la vanguardia literaria hispanoamericana, Caracas, 1988, pp. 278-279.
Miliani, Arturo Uslar Pietri: Renovador del cuento venezolano, p. 61.
González, Beatriz. Barrabás de Arturo Uslar Pietri en la Venezuela de 1928, Revista de crítica literaria hispanoamericana, año V, n.º 9, 1979, p. 48.
Ibíd., p. 55.
Uslar Pietri, Letras y hombres de Venezuela, p. 287.
Arráiz Lucca, Arturo Uslar Pietri, pp. 23-24.
Arráiz Lucca, Venezolanos excepcionales, p. 16.
Cuny TV, Charlando con Cervantes - Arturo Uslar Pietri, 2:40, publicado el 1de septiembre de 2017, https://www.youtube.com/watch?v=gQo2aWvNz5g&t=278s.
Arráiz Lucca, Arturo Uslar Pietri, p. 28.
Ibíd., pp. 27-28.
Interpretaciones críticas de la literatura venezolana, Caracas, Universidad Central de Venezuela, Facultad de Humanidades y Educación, 1950, pp. 255-258.
Arturo Uslar Pietri, Las lanzas coloradas, Primera narrativa. Edición crítica coordinada por François Delprat. México: Conaculta y Fondo de Cultura Económica, 2002, pp. 640-646.
Ibíd., pp. 572-580.
Sancho Alquiza, “Las lanzas coloradas de Arturo Uslar Pietri”, Élite, Caracas, 24 de mayo de 1931.
Julián Padrón, “Las lanzas coloradas de Arturo Uslar Pietri,” Élite, Caracas, mayo de 1931.
Arraíz Lucca, Venezolanos excepcionales, p. 17.
Antonio Quintero García, “Las lanzas coloradas”, Élite, Caracas, 31 de octubre de 1931, pp. 1-2.
Uslar Pietri, Cuarenta ensayos, Caracas, 1985, p. 68.
Gran trabajo.