
Ledesma ha regresado en una hora de alegría y de esperanza de la Patria. Y también en una hora de inquietud y de zozobra ante el peligro que representaron los nuevos piratas de la cultura. Ha llegado como símbolo de nuestro propio deber social.1
Los días oscuros en que el pillaje y la anarquía se alzaban como los potenciales factores de la disgregación social en el territorio nacional no han sido, como se pensaría alguna vez, arrojados al fango del olvido o superados por nuestras condiciones históricas, sino que, a mucha deshonra nuestra, han permanecido inalterables desde la fundación de la República y desde mucho antes, siendo azotada insistentemente por las oleadas de los vándalos, bárbaros y piratas que, con la negritud que los caracteriza, siendo corazones y espíritus de tinieblas, no pueden (o no quieren) contemplar las altas virtudes que exhala la Patria venezolana. En las almas mezquinas y bajas de estos piratas, agentes de la anti-venezolanidad, no se hallan sino vicios y pasiones animales, abyectas pretensiones de moldear al país bajo el ruin y torpe proceso que identifica a los más tontos y viles representantes de la violencia agitadora, propia de estas figuras iracundas, sólo sabedoras de todo lo malo y roñoso.
Frente a este horizonte abultado de dificultades, en donde el hermoso ciclo admirable de la Venezuela Heroica parece mostrar signos de agotamiento, producto de una añoranza petrificada, ausente de acciones revitalizadoras, las huestes semiletradas, los espíritus de los antiguos piratas en épocas de la construcción de la base hispánica, los negros salvajes conducidos por el rey Miguel, los zambos dirigidos por el Taita en horas críticas de la Independencia, las hordas zamoranas en el convulso proceso de la Guerra Federal, las turbas analfabetas al servicio devoto del brujo de Guatire y la muchedumbre deforme nacida del oscuro embrujo del mendigo de Sabaneta, parecen, en vista de la desaparición de la resistencia venezolana, apoderarse una vez más, todos en su conjunto, del espíritu venezolanista y reducirlo, con evidente malignidad, a las dimensiones tenebrosas de un país minúsculo, hundido en moral patriótica, huérfano de propósitos elevados, desrumbado de su destino glorioso en compañía del Altísimo.
¡No hay, pues, resistencia, dirían algunos empedernidos de la baja moral! Sin embargo, esto no es del todo cierto: a la lejanía de la Historia, en los rincones de los tiempos pasados, el eco retumbante de un recio galope surge como clarín anunciante de una nueva guerra, en las épocas de aprieto espiritual, en donde los márgenes de la venezolanidad se estremecen ante el incremento apresurado de los dominios de los malhechores y tiranos, nos invoca el llamado hacia una empresa superadora de nuestros límites físicos y mentales, una cruzada que, en semejanzas con los combates de antaño, somos un puñado de hombres con fe, como los valientes acompañantes del Rey Leónidas, volcados al rescate del gentilicio frente al déspota conductor de tropas agrupadas en miles de bestiales y cerriles hombres del mal, mostrando nuestros pecho desnudos sin vacilaciones ante la lluvia estridente de las lanzas, flechas y finas espadas. ¡Morir por esta causa no haría sino engrandecer los anales de la propia historia venezolana!
Es por eso, venezolanos, que ha llegado la hora de escuchar con esmero el mensaje del insigne trujillano que hoy, como lo hizo en días pasados, evocando con su prosa elástica y serena, con peso medido en valores nacionalistas, nos transmite en la encarnación de un ideal venezolano, tomando cuerpo argumentativo en el intento que, con mucha simpatía y decoro, se halla presente a continuación, que no es otra idea que la de Montar el Caballo de Ledesma, es decir, no resignando nuestra feroz juventud a la espera de tiempos mejores sin involucramiento cercano y directo en el torbellino del actual estado de las cosas, sino aferrarnos a las riendas de la silla de montar, galopando con osadía y sin pizcas de temor hacia el pórtico de las grandes posibilidades venezolanas, llamadas a ser, por sus condiciones todas, el epicentro de la grandeza americana.
Alonso Andrea de Ledesma, conquistador y poblador, emergió de la villa de Ledesma como un rayo de la estirpe heroica que forjó el dilatado y complejo Nuevo Mundo. Hijo de Alonso Andrea, vecino principal, llevó en su sangre el vigor de la tierra y en su espíritu el temple tizona de un caballero de relatos épicos. Desde su juventud, entre las llanuras y faenas del campo y el arte de forjar espadas, esos brazos adicionales del hombre de guerra, junto a su hermano Tomé, se preparó para cruzar el océano en atrevida empresa. Al cumplir la veintena de edad, en armas y a caballos, se unió valerosamente a una expedición rumbo a Coro, y en 1545 su nombre resonó en la fundación de El Tocuyo al lado de Juan de Carvajal. Allí, con su dulce esposa Francisca Matheos —hija de un descubridor de Colón—, sembró raíces y levantó una familia, mientras su brazo se alzaba contra los cuicas, Lope de Aguirre y Guaicaipuro —estos dos últimos destacados villanos de la venezolanidad—, marcando con grueso sudor y acero los cimientos de Trujillo, Caracas y Caraballeda.
Conocido, históricamente, como el Quijote Venezolano o Quijote Caraqueño, Andrea de Ledesma cabalgó a su destino hasta el cerrar definitorio de sus ojos en los días alocados de hidalgas luchas. Regidor, procurador y alcalde de Caracas, cultivó la tierra del valle con la misma entrega que defendió su honor. En 1595, ya anciano, enfrentó al pirata Amyas Preston, quien asaltaba Guaicamacuto2. Armado con lanza y adarga, montó su viejo corcel —estirpe del Pegaso y Rocinante— y, solitario, galopó contra los ingleses3. Admirado por su valor y destreza caballerescas, Preston ordenó no herirlo, mas al romper Ledesma sus filas con golpes certeros y enfurecidos, un disparo lo derribó. Los piratas, conmovidos, honraron su cuerpo sobre el escudo, cubierto con su capa, y dispararon al viento. Así, entre ceremonias marciales, sepultaron a un hombre que, con su última carga, encarnó la dignidad indómita de la Venezuela aún naciente.
Antes de aventurarnos a la total significación del símbolo que expresa heroicamente el Caballo de Ledesma, precisamos retratar, de la manera más agraciada posible —y con relación a la venezolanidad—, sin perder los tintes de la sensatez, el concepto que sirvió como base de inspiración para la presente pieza: la obra del escritor italiano Julius Evola titulada Cabalgar el Tigre. Un distinguido compañero de la causa patriótica, Alessandro Polentino, comentó públicamente que «El Caballo de Ledesma de Mario Briceño-Iragorry es el equivalente venezolano a Cabalgar el Tigre de Julius Evola». Tan notable comparación es merecedora de elogio y parte de ese agradecimiento es comprender a cabalidad el sentido de aquella semejanza curiosa.
La visión evoliana nos conmueve con su habitual lirismo, expresivo en cuanto a la mediocridad reinante de una modernidad que, antes sorprendente, siempre se ha mantenido como la execrable manera de arrinconar la Tradición del eje humano que el hombre siempre ha poseído como señalamiento de propósitos definidos, diáfanos: «El lugar natural de un hombre así, la tierra en la que no sería un extraño, es el mundo de la Tradición». Para el alma venezolana, este mundo es el rumor soleado de los llanos, el galope de los próceres que se alcanza a oír en los silencios de la patria, la continuidad del espíritu del Gran Majadero que aún cabalga entre nosotros, dirigiéndose a una epopeya aún inconclusa. Una sociedad tradicional, dice él, se alza «regida por principios que trascienden lo que no es más que humano e individual», como un caudal que se derrama desde las alturas de los majos Andes venezolanos hacia el corazón céntrico de la Caracas de Ledesma y compañía. Pero hoy, ese caudal victorioso se quiebra en arroyos dispersos y llenos de suciedad aberrante: la marginalidad, el éxodo, las voces que susurran separación son el fruto amargo de décadas que han deshilachado los tapices de la venezolanidad. La tradición heroica, que unió a un pueblo bajo el sol esperanzador de Carabobo, yace cubierta por el polvo de una modernidad torcida y ausentes de morales y luces, y Evola nos invita a enfrentarla con una imagen audaz: «La fórmula [...] ‘Cabalgar el tigre’ [...] significa que, si uno consigue cabalgar a un tigre, si se le impide lanzarse sobre nosotros y si, además, no se desciende de él, si uno permanece agarrado, puede que al final se logre dominarlo». En la Venezuela del siglo XXI, este tigre, este monstruo, es el caos de la profunda crisis nacida de los errores acumulativos de los ayeres de organización infecunda, y la labor venezolanista, encarnada en los hijos de nuestras herencias apoteósicas, es el jinete que no suelta las riendas y se mantiene imbatible frente a los sometimientos de la era.4
Bajo la kakistocracia que padecemos en nuestros arroyos nacionales, ese tigre ruge con iracunda tempestad. «Todo lo que ha terminado por prevalecer en el mundo moderno, representa la exacta antítesis del tipo tradicional de civilización». La tiranía de los peores roe no solo el pan y el techo de los venezolanos, sino el alma misma del gentilicio: la identidad nacional se desvanece en conflictos interminables, en multitudes que huyen, en el silencio de quienes olvidaron su linaje y peor aún, de quienes lo desprecian. Mas entre las grietas atroces, Evola vislumbra «hombres que permanecen de pie entre las ruinas», como árboles que resisten los azotes de los vientos encrespados durante colérica tormenta. Aquí, la labor venezolanista toma especial fisionomía: montar el tigre del colapso, el dragón del caos, como sugiere la fórmula extremo oriental, no para arrodillarse o huir cobardemente, sino para dominarlo con la tenacidad de quien recuerda su estirpe intrépida. «Recordemos (...) que la antigüedad clásica misma desarrolló temas paralelos (las pruebas de Mitra que se deja arrastrar por el toro furioso sin soltarlo, hasta que el animal se detiene)», escribe Evola, y en esa imagen late el espíritu de un Andrea de Ledesma, que galopó contra el pirata Preston hasta el último aliento, signo de valiente existencia.
«Gracias a estos hombres, las distancias pueden ser mantenidas». No son legiones o grandes, sino un puñado de hombres patriotas que, con pluma o palabra, tejen un mosaico de memoria nacional con la intención de retratar los frescos lienzos de una rebeldía auténticamente dirigida al combate frontal. La labor venezolanista se erige como una acción heroica que surca los contornos de la vorágine: un esfuerzo por coser lo roto, por guiar al pueblo hacia un amanecer donde la tradición heroica no sea reliquia empolvada, sino valor actualizado que sirva de orientador para una nación hambrienta de grandes designios. Cabalgar el tigre, es decir, montar el Caballo de Ledesma, según nuestra propia historia patria, no es solo resistir; es aferrarse al lomo de la bestia —la crisis moderna, la kakistocracia, la ausencia de heroicidad— hasta que, exhausta, ceda el paso a un horizonte donde el grito de independencia y el sudor de la tierra vuelvan a sonar como hálitos triunfantes. «Si uno permanece agarrado, puede que al final se logre dominarlo», promete Evola, y en ese desafío late la esperanza de una Venezuela que, montando su propio caballo, recupere su rumbo como regidora de las repúblicas americanas.
El ritual de invocación de las grandes actitudes heroicas se hace indispensable en los tiempos de crisis de conciencia, espíritu y destino que atraviesa nuestra patria venezolana, y descompuesta a causa de estos desvaríos maliciosos que han arrugado el esplendor de su grandeza, surgimos como defensores de su inmaculada belleza histórica, sabedores de sus vías legítimas para el porvenir de su triunfo perpetuo en la América y el mundo. Este elemento de la heroicidad, propio de los grandes hombres, no sólo debe consumarse como un ejercicio de exégesis pretérita, como una arqueología de la nostalgia, es más bien, adaptándonos a estas eras de avanzada modernidad, una necesidad imperiosa del alma humana.
Examinando nuestra condición como venezolanos, abrazamos las consideraciones de Burckhardt cuando afirma que «la grandeza es un concepto imprescindible que no podemos permitir que nos sea arrebatado», y así mismo considero, sin entrar en perniciosas dudas, que la grandeza venezolana, en tanto factor de elevación moral y espiritual, impregnada en los tapices de nuestra historia patria, es un componente inseparable de nuestro gentilicio. La Historia misma nos presenta el extenso pliego de los grandes hombres, aquellos escasos individuos que, por alguna circunstancia adversa, en algún momento clave del tiempo, se alzaron como lo que son: arquitectos de realizaciones históricas, transfigurando su rol en el mundo, atravesando la experiencia humana y dotándose a sí mismos de una esencialidad singular. Por eso mismo, «los grandes hombres se hallan esencialmente entretejidos con la gran corriente fundamental de las causas y los efectos». Sin estos actores de primer orden, únicos, podríamos decir, en los fastos humanos, el papiro de la Historia estaría desprendido de sus partes mejores, careciendo de la colosal influencia de esos caballeros de la violencia, la guerra y el triunfo. Estas figuras moldeadas por las dificultades, expertas en la doma de las bestias y las revueltas, desparraman su energía moral e intelectual dirigiéndose a la colectividad, vistiéndolas con las prendas de su gloria y grandeza históricas.5
Hacíamos referencia al ritual de las actitudes históricas, y no nos referimos a una resurrección mezquina de energías gastadas, sino a la emulación efectiva y auténtica de los modos altos de los grandes hombres venezolanos. Por esa misma vía, montar el Caballo de Ledesma es, en este sentido, reanimar una actitud histórica, solitaria en su significación de sacrificio y heroísmo, pero inmortal en su sentir general, por las emociones rodeadas en ella, por los sentidos que ahí se perciben y los peligros asumidos como una labor guerrera indispensable para enfrentar a la vida y sus bestias negras. Este caballo ha sido montado desde entonces, cuando el digno héroe ya abatido exhalaba su último aliento en la tierra que, con voracidad y valía, defendió hasta su muerte. Bolívar mismo lo hizo toda su vida, al igual que el Mariscal Sucre, supremo realizador de la Independencia del Perú y la América, si consideramos la sola acción de armas dirigidas por su genialidad indiscutible. Páez, con sus hazañas hasta ahora insuperables, como aquella liderada en contra de fuerzas superiores en Las Queseras del Medio, momento que desborda una grandeza indescriptible, única y alocada empresa que sólo a ese catire arrebatado podría ocurrírsele, demostrando en la Historia su cualidad de gran hombre, héroe y prócer. Raros han sido los héroes a lo largo del lienzo de la historia humana y raros continuarán siéndolo6, ellos se hallan entre nosotros, aún dormidos y apaciguados, pero ante la inmediatez de las crisis existentes, su alma adquiere tonos de brillantez desafiante que advierten su venida al campo de la eternidad, lugar de muerte y gloria de los grandes hombres.
«Siempre es grande emprender lo heroico» anunciaba Bolívar7 . Heroicos han sido nuestros procesos de Conquista e Independencia, heroicos han sido los hombres que intervinieron en estos procesos históricos y heroicos han sido sus legados, aún en tela de juicio y admiración. Estas loas al pasado, sin embargo, tienen sus defectos congénitos. El pasado es caudal de inspiración para el hallazgo de materiales de construcción actualizados según nuestro tiempo y sus particularidades. «En Venezuela, justamente, hay una marcada devoción por el pasado. Venezuela quiere su Historia. Venezuela parece buscarse a sí misma en el valor de las acciones de quienes forjaron la Patria. Ya esto es un buen punto de apoyo para la palanca de su progreso moral». En el alma venezolana aún tiembla el legado de sus héroes: «No existe un venezolano a quien no emocionen las hazañas de Bolívar, de Páez o de Urdaneta», ni quien no sienta el latir de la memoria al evocar la magnanimidad del Mariscal de Ayacucho o la marcha serena de José María España hacia el patíbulo, asumiendo las consecuencias de su rebelión en contra de la Corona española. Este legado, tejido con la rebeldía de Ribas y Arismendi y la lanza de Andrea de Ledesma, nos define indudablemente como «un pueblo de marcada vocación para la Historia». Mas, como advierte don Mario, corremos el riesgo de cabalgar el Caballo de Ledesma solo para mirar atrás, buscando «el placer y la emoción del relato» en lugar de las riendas que guíen nuestro presente necesitado de acciones nuevas, ideas de acero pretérito con filo renovado. El trance de los tiempos degenerados —la kakistocracia, el éxodo, la fragmentación— nos reta no a dormir sobre la gloria de antaño, sino a montar ese caballo con ojos despiertos, extrayendo de los huecos del pasado valores que nos sostengan hoy en bases imperturbables. «Los pueblos se afincan en el pasado para extraer valores que sumar al momento actual», no para sentarnos a la mesa puesta de una grandeza heredada, pues «sería tanto como pedir a los muertos que nos sirvan de alimento». Así, el heroísmo de los ayeres venezolanos nos obliga a forjar caminos novicios: no basta con decir «somos de la tierra que dio a Bolívar»; debemos trabajar el espíritu, labrar la tierra, y fundar una acción heroica que dome el caballo de nuestro tiempo remozado.8
En el epicentro de los terremotos del espíritu venezolanista, donde el tigre evoliano de la amenaza moderna ruge con desdén, se apresura un llamado a montar el Caballo de Ledesma con brío renovado: «La sal que anime los ánimos para estas jornadas de energía es sal de idealismo». No basta con el oro que yace en nuestra tierra, pues, «tenemos oro, mas carecemos de virtudes públicas». Los héroes del pasado —Bolívar, Sucre, Paéz o Andrea de Ledesma— no cabalgaron por cálculos fríos, maquinaciones indiferentes, sino por una devota fe que alumbraba auroras esplendorosas, esa «alba nueva» que hoy nos urge ante la noche sin piedad del despotismo y la desesperanza, el desaliento de los tiempos ruines. La tradición heroica del venezolano nos lega no solo su honrada memoria, sino un holgado desafío: «Con dinero los hombres podrán hacer un camino, pero no una aurora». Montar el Caballo de Ledesma es, entonces, avivar el idealismo —la alegría, el sacrificio, la verdad— que el trujillano reclama, no para extasiarnos en horizontes perdidos de la realidad imperante, sino para forjar, como el hierro al yunque, con sudor y espíritu, un amanecer que despierte al pueblo de su larga y pérfida necrosis abúlica.9
Advertido está ya, por medio de las palabras del Libertador, el pueblo venezolano. «Es del interés público, es de la gratitud de Venezuela, es del honor nacional, conservar con gloria, hasta la última posteridad, una raza de hombres virtuosos, prudentes y esforzados que superando todos los obstáculos, han fundado la República a costa de los más heroicos sacrificios». Este elogio a los arquitectos de la Independencia no es solo un recuerdo, sino una brida para montar el Caballo de Ledesma en la Venezuela de hoy, donde la crisis moderna —la marginalidad social, la ruina moral, el desencanto de su historia— amenaza con devorarnos como la ballena a Jonás. Bolívar anuncia con severidad que «si el pueblo de Venezuela no aplaude la elevación de sus bienhechores, es indigno de ser libre y no lo será jamás», un reproche que nos sacude hasta los tuétanos: no basta con venerar la grandeza pasada; debemos encarnarla. Montar el caballo no es repetir las gestas de antaño, sino forjar con su ejemplo una labor de recuperación —virtuosa, prudente, esforzada— que dome el dragón del caos del presente. Solo así, honrando a esos fundadores con hechos y no solo con memoria, seremos dignos de la libertad que ellos sembraron y que nosotros debemos cosechar para continuar siendo dignos portadores de la nacionalidad venezolana.10
La historia, que enseña todas las cosas, ofrece maravillosos ejemplos de la grande veneración que han inspirado en todos tiempos los varones fuertes que, sobreponiéndose a todos los riesgos, han mantenido la dignidad de su carácter delante de los más fieros conquistadores, y aun pisando los umbrales del templo de la muerte.11
El pueblo venezolano no debe perder este sentido de orientación histórica, el baúl de todos sus valores heroicos, ahora empolvados, sucios, guardados por las pretensiones de los bajos hombres mezquinos ausentes de todo espíritu guerrero. El Caballo de Ledesma puede andar libre y sin jinete, pero en esa terrible situación, el hombre venezolano, solo y a pie, nunca podrá llegar a tiempo a la cita histórica que demanda su presencia.
Eleazar López Contreras, bolivariano de pura cepa, venezolano hasta más allá de la tumba, advertía sobre el peligro que suponían los imperialismos de las ideas, las garras foráneas con macabras intenciones sobre el sentido de la venezolanidad. Mientras la ofensiva de estas extranjeras servidumbres sigue su curso indeclinable, así mismo continúan las resistencias opuestas, encarnadas en las fuerzas espirituales entrelazadas al suelo nativo de lo venezolano, las costumbres heredadas de los antepasados y conservadas con una religiosidad impresionante, compaginándose un ente superior conformado por cosas espirituales, morales y orgánicas, es decir, la Patria, suprema potestad en la cual reposa la idea del robustecimiento y acrecentamiento de las fuerzas venezolanas frente a las amenazas de ideologías ajenas a nuestro sentir heroico nacional. Vitalidad excelente cuentan nuestros materiales históricos para esta labor de preservación de la Tradición Heroica de Venezuela, en donde el esfuerzo ejecutivo es el movimiento que da energía a su correcto funcionar en la sociedad venezolana. Menester es la integración natural de estas ideas de nuestra tradición bolivariana, heroica, porque, como afirma López Contreras, «en el credo bolivariano tenemos el foco de luz inagotable que marca derroteros a nuestros destinos y a todos los pueblos de América».12
Antes que todo y por sobre todo somos venezolanos: constituimos una indestructible realidad histórica. En nuestros actos debe resplandecer la convicción de que somos obreros de una misma obra y los guardianes de una misma tradición de gloria y libertad.13
Para quienes asuman que nuestra posición de montar el Caballo de Ledesma se constituya como un principio versificado, abstracto, insustancial, los invito a sumarse a la iniciativa del expresidente y apersonarse a la misión común: primero el vivir, después el filosofar: esta es nuestra labor venezolanista, en esto consiste las acciones venezolanas: hacer país haciendo obras; haciendo obras haciéndonos a nosotros mismos. Las tradiciones patrias no están sujetas al lomo de la memoria colectiva para cargar con ellas como cargas tortuosas, sino como las reservas y potencias de nuestras energías constructivas, fuerzas efectivas de moralidad invicta. Sin la fuerza patriótica, los equilibrios sociales, las tejas de los edificios ciudadanos se desmoronan, desbaratando las alturas que los gloriosos próceres erigieron con sus vidas ejemplares. Protegernos de los tigres de la modernidad ideológica y enfrentarla sobre nuestro propio Caballo de Ledesma, con la claridad que distinguió en antaño a nuestros Padres Conquistadores y Libertadores.14
Habrá quiénes intenten con esfuerzos malévolos destrozar este hilo que nos une a nosotros, los venezolanos, con el espíritu del Libertador, pero nos advierte Uslar Pietri que romper esta sacra unión «sería una amputación mortal para el espíritu venezolano»15. «Todas las formas conocidas del heroísmo y de la pasión convergen en Bolívar»16, por esa razón fundamental la tamaña herencia bolivariana es el eje de la nacionalidad venezolana, en él se concentran todas nuestras razones de heroicidad, todos nuestros principios, él fue el gran jinete del Caballo de Ledesma, nadie como él en su hechura hispánica, en su majadería criolla, en su suprema americanidad. En los procesos de la arquitectura de la conciencia venezolana, nuestro trabajo puede resumirse en la consigna de «agrandar los linderos históricos de la Patria venezolana y por dar unidad y continuidad resistente al largo proceso de nuestra Historia nacional»17.
La otra realidad de la Patria, de la cual hablaba Augusto Mijares, es la dimensión por donde el Caballo de Ledesma atraviesa, como los centauros de Páez, a todo galope, devorando a los enemigos de Venezuela, su camino hacia el aposento de la grandeza venezolana. Mijares, con su característica mirada afable, nos extiende un hálito entre la bruma: «Aun en los peores momentos de nuestras crisis políticas, no se perdieron totalmente aquellos propósitos de honradez, abnegación, decoro ciudadano y sincero anhelo de trabajar para la patria». En el baldosín ensombrecido de la Venezuela actual —donde las hordas neobovesianas y la miseria humana amenazan con apagar toda luz— estas virtudes persisten, como brasas bajo la ceniza, ya sea en la rebeldía callada o en el esfuerzo tenaz de los ciudadanos venezolanos. Montar el Caballo de Ledesma es reconocer que, «aun en las épocas más funestas», el espíritu de un pueblo no se doblega del todo; es tomar las riendas de ese legado que Mijares ve brillar en «un mártir, un héroe o un pensador» que «iluminan el fondo». La crisis moderna nos reta a no quedarnos en la sombra de «figuras siniestras o grotescas» que acaparan las candilejas, sino a cabalgar con brío hacia las nuevas puertas de las posibilidades venezolanas.18
La humanidad ha dado siempre el título de heroísmo no al combatir vulgar, sino a una íntima condición ética, que es lo que pone al hombre por encima de sus semejantes: héroe es el que resiste cuando los otros ceden; el que cree cuando los otros dudan; el que se rebela contra la rutina y el conformismo; el que se conserva puro cuando los otros se prostituyen. Un libro de moral cívica puede ser también una epopeya.19
La idea la Patria, siendo el concepto revolucionario más dinámico, el más influyente en los inicios del siglo XIX, aún mantiene —y con muchas razones de sobra— en el actual siglo XXI, su componente de unificación integral que ata las «ilimitadas esperanzas, individuales y colectivas» a un mismo embrión de energía y voluntad acérrimas. El nacimiento de la patria venezolana fue un momento de profunda trascendencia, en el cual el amor a la nación transformó a generaciones enteras y elevó el espíritu de hombres que, en otras circunstancias, hubieran permanecido en la oscuridad. La independencia no solo dio causa y destino a la juventud—como Muñoz Tébar, Rivas Dávila, los hermanos Picón, los Ribas, los Palacio y los Bermúdez—sino que también renovó el ánimo de aquellos endurecidos por los años y las adversidades, pues «el amor a la patria aporta insospechada frescura» aun a quienes han visto menguar su esperanza. Así, la venezolanidad se forjó en la entrega de quienes, llamados por un deber superior, dejaron atrás la comodidad y la indiferencia para consagrarse a la causa común20.
Patria es el sentir de los jinetes valerosos que asumen el desafío existencial y patriótico de montar el Caballo de Ledesma; en su galope arriban a las más audaces empresas, y estos locos, enfermos de amor, no vacilan ante las murallas de la adversidad, sino que se lanzan contra su dureza implacable, penetrándola con el mismo fuego que ardía en los ojos del viejo Miranda.
Y la Patria, cuando se convierte en la envoltura que contiene el desquicio de los tiempos lóbregos no puede sellarse con soluciones jacobinas, técnicas sin latidos de voluntad efectiva, sino con la suprema actuación de los hombres dispuestos a ordenar el desastre reciente. El Caballo de Ledesma se despolva de la simbología patriótica para entregarnos en nuestras manos magulladas la nueva espada que anunciará la venida de los emergentes regidores de la venezolanidad heroica, auténtica voz de mando sobre el tumulto de los viciados mentecatos, diezmados por el onanismo intelectual y el enanismo espiritual. «El reclamo de la Patria es una imposición del cielo: forzoso obedecer»21.
El mito de Ledesma nos sitúa en el ideario común que la ciudadanía anhela: el enfrentamiento heroico frente a las soledades irrisorias, un salto de fe y un acto de desprendimiento como preceptos para encaminarnos a la búsqueda de la verdad venezolana, es la creación de una conciencia abultada de heroicidad, virtud y nobleza.22
En el cosmos venezolano, es natural percibir «gigantescas fuerzas, desmedida grandeza, formidables masas huecas en estado caótico (que) caracterizan toda esta mitología» de anarquía política, las narrativas antipatriotas, el rechazo al heroísmo venezolano, lo acusan de desfachatez grandilocuente y mentalidades desfasadas —signo de almas empobrecidas, achicadas por filosofías plásticas, añejas varas mentales—, pero «esas fuerzas colosales, sin rumbo fijo, abandonadas del todo a sí mismas, agítanse en el vacío con locas sacudidas»23 cuando se enfrentan a las lanzas de nuestros llaneros interiores, claman la rendición ante el Gran Centauro, que «ruge el bronce como el león cuando despierta y sacude a «la tierra (que) se estremece poseída de sorpresa y pavor»24.
Thomas Carlyle sostiene que el hombre, aun en su estado más precario y desahuciado, no vive para el goce hedónico, sino para la grandeza de espíritu: «No a satisfacer sus viles instintos, sino a ejecutar y llevar a cabo nobles y generosas empresas (...) es a lo que aspira todo hijo de Adán». Esta vocación natural de lo heroico hacia lo elevado encuentra su correlato simbólico en el Caballo de Ledesma, figura de la tradición venezolana que, como hemos leído, a través de la resistencia silenciosa ante el caos, representa la firmeza del espíritu frente a los embates de la anarquía moral y la piratería espiritual. Afirma que incluso «el ganapán más torpe cobrará alientos y se volverá héroe» si se le muestra una causa justa, por la cual regar el campo con su sangre, legado de su eternidad. Nuestro Caballo de Ledesma, bestia silenciosa pero resistente como coraza de hierro, encarna al pueblo venezolano cuando, sin discursos ni ornamentos, sostiene el peso de una nación azotada, pero no vencida. Su paso firme, según Carlyle, arde en cada corazón humano cuando se despierta su capacidad de sacrificio, movido por los hilos de su voluntad irrenunciable: «Las dificultades, la abnegación, el martirio, la muerte, son los únicos incentivos que influyen en el corazón humano». El Caballo de Ledesma no busca la felicidad, sino que representa «algo más alto»; como el héroe carlyleano, su resistencia no es complacencia, sino fidelidad a una causa que lo trasciende —siendo la más alta el propósito de la Patria grande y digna—. Así se convierte en una imagen viva del heroísmo venezolano: una fuerza silenciosa, tenaz y orientada al deber, que permanece de pie mientras todo alrededor amenaza con derrumbarse.25
Quieren todavía más: limitar la criatura humana al planeta que la alberga, y hacer del alma una triste quimera, olvidándose de que es el alma la excelsitud de la criatura humana, su poderío, su grandeza, su inmortalidad.26
El ejemplar designio que todos los venezolanos deben seguir para honrar nuestro gentilicio, «rango histórico de calidad irrenunciable»27, es el de ejecutar con labores renovadas las obras que la Patria requiere, manteniendo vivos a nuestros símbolos en cada acto consagrado por el bien de la Patria, por el servicio al país que comandó una de las mayores hazañas humanas de la historia universal, siendo aquella que gritó: ¡Por aquí! cuando las huestes, desordenadas, maltratadas, no encontraban los caminos de la victoria y, como diría algún científico marabino ilustre, desde las empresas de las conquistas hasta las resistencias del siglo XXI, «el venezolano lleva el triunfo en sus genes».
Mario Briceño-Iragorry nos recuerda constantemente que la heroicidad no es un hecho restringido en la historia de los empolvados tomos de las obras del pasado nacional, una etapa desfasada yacida en la tumba de los grises y patéticos cementerios racionalistas, sino una fuerza activa que exige continuidad orgánica. Los héroes no bastan por sí mismos: su legado demanda ser vivido, encarnado, renovado en cada generación: encarnar los mitos, dirían algunos estudiosos. Convertirlos en símbolos vivos implica reconocerlos como principios morales que nos interpelan desde el tiempo pretérito y nos comprometen en el presente actuante. No se trata solo de recordar sus gestas epopéyicas, sino de prolongarlas con oficios que honren su sentido de vitalidad, dignidad, civismo, sacrificio. En ese orden de las cosas, la heroicidad venezolana no puede ser mero mito de bronce, no, es el motor ético de una ciudadanía que se asuma heredera y complemento de esos actos fundacionales. Solo así nuestra vida social encontrará impulso: no en el olvido, sino en la fidelidad activa a los que murieron para que nosotros pudiéramos vivir con dignidad, libertad y espíritus robustecidos por las grandes glorias servidas al bien supremo de la Patria venezolana.28
Para los que creemos en el espíritu, ella es la fuerza que anima y enrumba la marcha de la sociedad hacia la gloria de los tiempos, donde no hay muertos, donde viven los héroes29. Ese «afán de hacer tabla rasa con los elementos antiguos», ese oprobioso rechazo fanático, «sin meditar que muchas cosas antiguas tienen derecho cabal de permanecer al lado del fasto de última hora», pues los tapices de la historia patria deben incluirse en el mosaico definitorio de la vida venezolana. Así como Ledesma vio en el pirata inglés el disfraza del Anticristo, misma sintonía nota el venezolano ante los inquisidores de peligrosas ideologías y programas herméticos, ante las escaramuzas de la época, los asaltos de los antipatriotas, agentes de infiltración para culminar el proyecto antivenezolano, el de la destrucción del espíritu patrio.30
Por lo general, en nuestra historia nacional, el heroísmo ha constituido un relevante factor espiritual en nuestros hombres y, según su carácter, sus formas morales y su devoción patriótica, ha adquirido cierta resonancia en unos u otros, y en los primeros pincelazos del siglo XX, en el ámbito poético y literario, fue el eminente cumanés José Antonio Ramos Sucre un jinete más del Caballo de Ledesma. Su concepción de lo heroico brama con ímpetu y nos acerca a los aledaños de la heroicidad venezolana. La abreviatura de su filosofía heroica se condensa en su sentencia: «la fortaleza es la desesperación aceptada»31. No se trata, por supuesto, de una pasividad melancólica, sino de una aseveración de valentía de bronce, aceptación de las condiciones adversas, fruto del corazón henchido de glorias, atravesado por el sentimiento de la Patria Grande.
La efigie heroica es prenda de victoria en la guerra interminable al vicio y a la ignorancia, es mudo consejo de perseverar vigilando este inexpugnable baluarte de la cultura, cuya ruina vendría a ser la de la quimera del progreso, único y postrer alivio que el optimismo sueña hoy para la humanidad dolorosa.32
Alonso Andrea de Ledesma y su caballo, no son mero símbolo hispánico, sino patrón de acción regenerador de nueva Patria: nueva nacionalidad, nueva forma de espiritualidad nacionalista, nuevos modos de andar en la nación. La rebeldía íbera y su heroísmo criollo, en conjunto, el americanismo salvador del espíritu. Nosotros fuimos —y podemos ser nuevamente— la voz de América, la espada conducta de victorias infinitas y las lanzas de la resistencia osada. Concebimos a los hombres más grandes, más brillantes, más decisivos. ¿Por qué este país y no otro? ¿Cómo engendramos tantos hombres de talla universal? Tal vez esa genealogía guerrera mantiene en nuestro organismo la natural inclinación a la lucha encarnizada, un complejo del héroe que nos proporciona los sentidos auténticos de comandar diferentes formas de vidas libres, dignas y admirables.
Bolívar reclama su puesto en nuestra patria. No un puesto en el panteón, como difunto venerable; ni sitio en el museo para sus armas e indumento; ni cuadros entallados para su figura inquietante. Ni discursos vanos con que se procura engañar al pueblo y lucir arreos de patriotismo. Tampoco quiere la heroicidad de las estatuas. Pide su sitio en la vida cotidiana. Pide campo donde crezcan sus ideas. Pide horizontes para sus pensamientos deslimitados. Quiere una conciencia fresca en la gente moza. Aspira a que los hombres nuevos sean capaces, como lo fue él, por sobre todo y sobre todos, de volar la pierna al viejo caballo de Ledesma cuando se anuncie la hora de los peligros. Quiere hombres sin miedo a la verdad. Quiere en las nuevas promociones un sentido de inteligencia social que haga posible la realización de sus ideas de libertad y de dignidad humana.33
Ledesma fundó la caballería de la libertad, con Bolívar como su máximo representante, el hábil alfarero de nuevas vidas nacionales, por lo que, en las horas difíciles de la Patria venezolana, hemos invocado a este caballo de mil y un batallas, signo de imbatibilidad, rugido feroz de triunfo perpetuo. «Ledesma representa todo el sentido de la patria recién formada. De la patria que empezaba a caminar. De la patria urgida de voluntades que la sirvan sin pensar en la vecina recompensa». Así, montar el Caballo de Ledesma nos conduce a las vías de la libertad, la verdad y la justicia, y en los torbellinos de la indiferencia ciega y vil mezquindad, el Caballo de Ledesma «pide con urgencia caballeros que lo monten», y «pide nuevas manos que guíen las bridas baldías, y se mantiene pidiendo hombres de fe en los valores del espíritu a quienes conducir, luciendo sus mejores caballerías, hacia los senderos por donde pueda regresar Bolívar vivo».34
Rumiando en la soledad su pienso inmortal, el caballo de nuestro iluminado espera que alguien guíe sus pasos hacia el campo de los valientes. ¡Cómo relincha cuando siente que algún hombre sin miedo acaricia sus lomos descansados!35
Aducir a montar el Caballo de Ledesma es abrazar «el mito que simboliza las virtudes heroicas», un símbolo que, al incorporarse a nuestra experiencia, nos impulsa a marchar por el mundo con pie firme, portadores de fuerza y candor. Por ello, debemos levantar la autoridad, lo que significa elevar el tono moral y espiritual de los pueblos. «La Patria, en toda su fuerza integrante, está acá, en esta Venezuela dormida que espera su incorporación al gran movimiento de la cultura». Esta enseñanza, arraigada en los ideales de nuestros héroes, nos guiará para instruir a las nuevas juventudes, mostrándoles cómo trazar caminos de posibilidades heroicas para la nación. En esta misión, nos sostendremos en el sentido recto de la moralidad que nos legaron figuras como Ledesma y Bolívar, quienes nos enseñaron a rechazar los hábitos conformistas y a buscar la máxima elevación de la Patria venezolana. Así, las pretensiones grisáceas que intentan frenar nuestro avance serán vencidas por nuestras andanzas, teñidas con la sangre de nuestros próceres. «Las ideas no se matan con el silencio. Las ideas se destruyen cuando, bien expuestas, son sustituidas por ideas mejores». De este modo, renovaremos nuestra fuerza colectiva, a través de la violencia transformadora, mediante la audacia de estas ideas superiores que transformarán nuestra realidad venezolana y abrirán nuevas dimensiones de acción.36
Las ideas, cual inquietos espectros, susurran más allá de lo que sus creadores soñaron al invocarlas. Liberadas, se alzan con vigor, como un río que se ensancha y fluye sin pausa ni freno. Hoy nos enfrentamos a ideas frescas, pues los antiguos susurros han sido despertados. Así, Ledesma reclama su derecho a hablar, y su voz perdurará por siempre, inmune a los rugidos de los piratas, convertida en un espíritu que ningún poder puede acallar. Porta en su esencia la fuerza para burlar a la muerte misma. Mas aún hay quienes persisten en encerrar al noble jinete de nuestra gloria, atrapándolo en las cadenas del tiempo.
La tierra que dio a Bolívar, Bello, Miranda, Sucre y tantos hombres superiores, está llamada a grandes destinos y no equivocara esta vez su camino. El pueblo venezolano demostrara que tiene mejor sentido que estos vendedores de humo y falsos profetas, que habrán perdido el tiempo, que nunca pudieron ni supieron utilizar con provecho.37
Ledesma se alza y crece, alumbrando el curso de la Historia, cuando supera la angustia que le es propia como hombre y se lanza decidido a conquistar un día eterno de honra. Él es el hombre que ha vencido sus propias sombras, el héroe que sabe dominar las tentaciones del mundo material para erguirse como un ejemplo soberbio para las generaciones venideras. ¡Hombre venezolano, sal al encuentro del destino y enfrenta a los piratas, brujos y arpías que acechan el alma de la nación! Toma la lanza del catire Páez y cabalga, impávido y altivo, sobre el Caballo de Ledesma.
Mario Briceño-Iragorry, “Prologuillo tonto para la segunda edición”, en Obras Completas, vol. 7, Ideario político social I (Pensamiento nacionalista y americanista I), Caracas, 1990, p. 24.
Briceño-Iragorry, Obras Completas, vol. 7, p. 27: «(…) Se irguió para ejemplo de defensores de la Patria, cuando en las postrimerías del siglo XVI Amyas Preston, con sus huestes corsarias, entraba en la ciudad para arrasarla sin piedad».
Ibíd., p. 28: «El caballo venía de la raza de Rocinante, con seguro entronque en el linaje de Pegaso. Para tal hombre, tal cabalgadura. El héroe dignifica la bestia hasta hacer con ella la unidad simbólica del centauro. No se puede pensar en el sacrificio de este iluminado sin que aparezca el recuerdo del sarmentoso corcel, de andar pausero, que apenas puede aguantar el peso de las armas con que iba ataviado el viejo extremeño, a quien no rindieron la copia de años que nevaban su cabeza y su barba caballerosa».
Julius Evola, Cabalgar el tigre, Barcelona, 1987, pp. 5-7.
Jacob Burckhardt, Reflexiones sobre la historia universal, México, 1961, pp. 266-267.
Ibíd., p. 269: «Y si la vida misma no se encarga de dar motivo a que la grandeza existente se revele, ésta muere en flor, ignorada o apagada en un escenario insuficiente, admirada solamente por unos pocos. Por eso los grandes hombres han sido siempre raros y lo seguirán siendo, tal vez más raros cada vez».
El Libertador Simón Bolívar hace esta afirmación en un oficio al General Juan Bautista Arismendi, fechado a bordo del buque Bolívar a 2 de julio de 1816, anunciándole la evacuación de Carúpano y la partida hacia la costa de Ocumare; véase Simón Bolívar, Obras completas, 2 vols., La Habana, 1947, I, pp. 204-205.
Mario Briceño-Iragorry, La Historia como elemento creador de la cultura, Caracas, 1985, pp. 140-141.
Briceño-Iragorry, Obras Completas, vol. 7, p. 36.
Simón Bolívar, Doctrina del Libertador, Caracas, 2009, p. 135.
Ibíd., p. 193.
Eleazar López Contreras, Temas de historia bolivariana, Madrid, 1954, p. 182.
Ibíd., p. 187.
Ibíd., p. 188.
Arturo Uslar Pietri, Apuntes para retratos, Caracas, 1952, p. 16.
Rufino Blanco Fombona, El espíritu de Bolívar, Caracas, 1969, p. 130.
Briceño-Iragorry, La Historia como elemento creador de la cultura, p. 105.
Augusto Mijares, Lo afirmativo venezolano, Caracas, 1998, p. 26.
Ibíd., p. 27.
Ibíd., p. 78.
Eduardo Blanco, Venezuela heroica, Caracas, 1981, p. 280.
Briceño-Iragorry, Obras Completas, vol. 7, p. 44.
Thomas Carlyle, Los héroes, Madrid, 1980, p. 47.
Blanco, Venezuela heroica, p. 281.
Carlyle, Los héroes, p. 94.
Francisco González Guinán, Lo humano, Páginas religiosas, morales, sociales y políticas, Caracas, 1897, p. 119.
Briceño-Iragorry, La Historia como elemento creador de la cultura, p. 122: «Ser venezolanos no es ser alegres vendedores de hierro y de petróleo. Ser venezolanos implica un rango histórico de calidad irrenunciable».
Briceño-Iragorry, Obras Completas, vol. 7, p. 46: «Los grandes muertos forman el patrimonio espiritual de los pueblos. Son el alma misma de la nación. Pero no quiere decir ello que saberlos grandes sea suficiente para vivir sin esfuerzos nuestra hora actual. Quizá sea ésta una de las causas fundamentales de nuestro atraso cívico. Hemos considerado que los méritos logrados por nuestros mayores nos permiten vivir sin buscar acrecerlos. Hemos sido los herederos ociosos de la Historia. Y hemos considerado que nuestra misión principal como pueblo consiste sólo en pregonar a todos los vientos la gloria de nuestros padres, sin pensar que los mayores contornos de esa gloria sirven para hacer más duro el paralelo con nuestra deficiente obra del momento».
Ibíd., pp. 47, 50.
Briceño-Iragorry, La Historia como elemento creador de la cultura, p. 127; Briceño-Iragorry, Obras Completas, vol. 7, p. 53.
José Antonio Ramos Sucre, Obras completas, Caracas, 1997, p. 425.
Ramos Sucre, Obras completas, pp. 4-5.
Briceño-Iragorry, Obras Completas, vol. 7, pp. 55-57.
Ibíd., p. 58.
Ibíd., p. 90.
Ibíd., pp. 91, 90, 83, 80,
Alberto Adriani, Textos escogidos, Caracas, 1998, p. 339.
Gran artículo, muchas gracias por compartir.
Montemos todos el Caballo de Ledesma, la bestia de la victoria venezolana.