
Desde que el fascismo emergió de los estrechos confines de la experimentación política interna para hacer brillar su vívida luz de universalidad sobre el mundo entero, la literatura en torno a la genial creación de Mussolini ha alcanzado tales proporciones que las mayores bibliotecas existentes, juntas, a duras penas contendrían una mínima parte de ella. Pero a menudo, admitámoslo, toda esta efusión de consenso procedente de los cuatro puntos cardinales nos ha provocado, más que un legítimo orgullo, un sentimiento de profunda tristeza, por no decir disgusto. Como siempre sucede, según la naturaleza burda y egoísta de la inmensa mayoría de los hombres, especialmente de la despreciable especie de los políticos, para reconocer la bondad intrínseca de la doctrina fascista hemos esperado a que se amontonaran a nuestro alrededor las ruinas que atestiguan el estrepitoso fracaso de una civilización que se ha revelado irremediablemente caduca.
En medio del enjambre de movimientos que gustan llamarse fascistas por el mero hecho de haber tomado prestada la forma y la coreografía del fascismo, nosotros reivindicamos firmemente la prioridad y la inconfundible originalidad de nuestro nuevo orden político, revestido del espíritu y la mente del más grande de los italianos, en un clima histórico que sólo pudo haberse dado en un país como el nuestro.
El desprecio declarado por los «últimos en llegar», por los que esperan en el umbral hasta que la tranquilidad haya vuelto a la calle, no puede, sin embargo, impedir que señalemos a nuestros compatriotas aquellos pensadores y escritores que, antes y durante el transcurso de la guerra mundial, se convirtieron en los heraldos de las ideas, a quienes el típico letargo de las sociedades políticas de aquellos años ya lejanos confiere un marcado carácter de audacia.
Entre ellos hay que incluir sin duda a Laureano Vallenilla Lanz, ilustre escritor e historiador venezolano que, en más de treinta años de agitada vida pública, ha puesto siempre su agudo ingenio y su mordaz capacidad polémica1 al servicio de un sano patriotismo y de la verdad histórica entendida en su más riguroso sentido científico. Espíritu eminentemente aristocrático, inclinado por naturaleza a la valoración sintética de los hechos, desde el comienzo mismo de su compleja y formidable actividad, salió de los confines de las Academias y de los Institutos —donde generalmente se inclina uno sobre el pasado sin intentar siquiera revivirlo con el presente—, imponiéndose a la asombrada admiración no sólo de sus compatriotas, sino de todos los estudiosos hispanoamericanos, por sus audaces intentos de imprimir toda una nueva orientación a la crítica histórica americana. Haciendo caso omiso a la cólera de los historiadores que, considerando un grave delito de lesa patria la mera intención de rehabilitar a los antiguos gobernantes extranjeros del país, se afanaban en proporcionar a los jóvenes una historia oficial en la que los claroscuros se dosificaban de tal manera que sólo provocaran en ellos las reacciones deseadas, Vallenilla Lanz se dedicó a demoler una a una las que también podrían llamarse verdades tangibles con el fuego sagrado del entusiasmo.
La sola enunciación del asunto que vamos a tratar ha despertado cierta curiosidad tenebrosa en algunos espíritus tan cultos como patriotas, los cuales comprendiendo la necesidad que tienen los pueblos de abrigar un ideal y de profesar una religión, temen que yo venga aquí a cometer un atentado contra las glorias más puras de la patria, diciendo y comprobando que aquella guerra, a la que debemos el bien inestimable de llamarnos ciudadanos de una nación y no colonos, puede colocarse en la misma categoría que cualquiera de nuestras frecuentes matazones […]. Nuestra guerra de Independencia tuvo una doble orientación, pues a tiempo que se rompían los lazos políticos que nos unían con la madre patria, comenzó a realizarse en el seno del organismo colonial una evolución libertadora en cuyo trabajo hemos consumido toda una centuria, hasta llegar al estado social en que nos hallamos.2
Con un velo pudoroso ha pretendido ocultarse siempre a los ojos de la posteridad este mecanismo íntimo de nuestra revolución, esta guerra social, sin darnos cuenta de la enorme trascendencia que tuvo esa anarquía de los elementos propios de país, tanto en nuestro desarrollo histórico como en la suerte de casi toda la América del Sur.3
En primer lugar, ¿era posible que, casi un siglo después de la proclamación de la Independencia, los españoles, o mejor dicho, los protagonistas de la Conquista, siguieran siendo retratados exclusivamente bajo la sombría luz de bestias sedientas de sangre y ruina? Aunque los jóvenes no hubieran tardado en darse cuenta por sí mismos de la burda artificialidad de semejante puesta en escena, ¿no era más honesto, más noble, devolver a los hechos sus justas proporciones y a los personajes de aquella época pasada su verdadera fisonomía? Hubiera sido no sólo un acto de justicia hacia la antigua Metrópoli, sino también y sobre todo una sobrada prueba de independencia, de plena madurez espiritual. Y aquí está Vallenilla Lanz, el primero entre ellos en gritar: ¡Señores, dejemos de una vez de culpar a los españoles por tanta sangre que ha empapado nuestra tierra y por los horrores que se han abatido a la vista de nuestros gentiles asustados. Esa sangre, esas ruinas, que habían transformado el continente americano en una soledad desierta, eran obra nuestra, fruto de los odios inextinguibles que dividían a nuestras clases, armando la mano de hermano contra hermano, de padre contra hijo!
Y en verdad, aquella Caracas que tuvo en su seno una de las sociedades más brillantes de Hispanoamérica; aquel grupo de caballeros distinguidos y de mujeres encantadoras que tanto subyugaron al Conde de Ségur; aquellas mansiones que parecían el asilo de la felicidad, todo había sido arrasado, todo había sido destruido, no por los españoles sino por el torrente incontenible de la democracia.4
«La rebelión» que «comienza como un juego de niños» dirigida por las manos finamente enguantadas del Marqués del Toro, viene a terminar sobre una gran charca de sangre y un inmenso montón de ruinas, como un potro cerril bajo la mano áspera y brutal del llanero Páez. Desde entonces la pirámide [social] quedó definitivamente invertida.5
Se abría así, con su sutil dialéctica y riqueza de argumentos, esta primera y muy importante brecha en el tradicionalismo imperante (apenas el año pasado C. Parra-Pérez, joven y estimado historiador venezolano que en muchos sentidos puede considerarse también un innovador, reafirmó la trascendencia fundamental de estas ideas con un vivaz ensayo sobre la «colonización española»6), no debe extrañar que Vallenilla Lanz se viera inevitablemente empujado a argumentar, a la luz de los últimos avances de la sociología, las características tan peculiares del pueblo venezolano. En efecto, según nuestro eminente escritor, la Independencia y las sangrientas luchas intestinas subsiguientes no serían sino las dos fases esenciales del complejo proceso evolutivo por el que atravesó la población de la República ribereña del Mar Caribe, amalgamándose en un único núcleo compacto con un trasfondo típicamente nacional.
Por eso afirmamos que ocultar el carácter de guerra civil que tuvo la revolución, no sólo en Venezuela sino en todo Hispanoamérica, es no sólo amenguar la talla de los Libertadores, sino establecer soluciones de continuidad en nuestra evolución social y política, dejando sin explicación posible los hechos más trascendentales de nuestra historia.7
Los historiadores que no se han detenido a observar las diversas etapas de nuestra evolución política y social, que no han tenido en cuenta que la Revolución de la Independencia fue al mismo tiempo una guerra civil, una lucha intestina entre dos partidos compuestos igualmente de venezolanos, surgidos de todas las clases sociales de la colonia, no aciertan a comprender la verdadera significación, el origen preciso del calificativo de Godo, con que se designó al núcleo de realistas e hijos de realistas que rodeó al general Páez desde 1826.8
El carácter feroz que asumió la revolución en Venezuela, así como nuestra rápida polución igualitaria, hecho de que no hay ejemplo en ninguno de los otros pueblos de Hispanoamérica, se halla explicado en parte por la heterogeneidad misma de la sociedad colonial […] cuya historia íntima en los centros urbanos, no es otra cosa que la lucha constante, el choque diario, la pugna secular de las castas; la repulsión por una parte y el odio profundo e implacable por la otra, que estalló con toda su violencia cuando el movimiento revolucionario vino a romper el equilibrio, a destruir el inmovilismo y el misoneísmo que sustentaban la jerarquización social.9
La historia, como la vida, es muy compleja. No la historia inspirada en el criterio simplista que sólo ve en nuestra gran revolución la guerra contra España y la creación de la nacionalidad, sino la que profundiza en las entrañas de aquella espantosa lucha social: estudia la psicología de nuestras masas papulares y analiza todo el conjunto de deseos vagos, de anhelos imprecisos, de impulsos igualitarios, de confusas reivindicaciones económicas, que constituyen toda la trama de la evolución social y política de Venezuela.10
Pero el mayor e incomparable mérito de Vallenilla Lanz es, a nuestros ojos, el de haber denunciado tenazmente, con la palabra y la pluma, los incalculables daños materiales y morales que sufren las Repúblicas de Centro y Sudamérica por el principio de la alternancia presidencial, proclamando, siguiendo el ejemplo del Libertador Simón Bolívar, la bondad intrínseca del sistema boliviano de gobierno, por el cual todos los poderes son concentrados por el pueblo en manos de quien, por sus virtudes preclaras, se le revela como el verdadero Líder, como el Hombre enviado por el destino que, a su vez, designa a su sucesor.
El genio penetrante del Liberatdor solicitó en su Constitución Boliviana, en una Monarquía sin corona, someter a una ley, sistematizar un hecho rigurosamente científico, necesario y fatal como todo fenómeno sociológico, instituyendo su Presidente vitalicio con la facultad de elegir el sucesor. La historia de todas las naciones hispanoamericanas en cien años de turbulencias y autocracias, es la comprobación más elocuente del cumplimiento de aquella ley por encima de todos los preceptos contrarios escritos en las constituciones y a despecho de ellos mismos. Desde la Argentina hasta México ningún pueblo de América se ha sustraído al cumplimiento de la Ley Boliviana. Desde Rosas, bajo cuyo despotismo sanguinario se unificó la gran República del Plata, hasta Porfirio Díaz, que dio a su Patria los años de mayor bienestar y de mayor progreso efectivo que recuerda su historia, todas nuestras democracias no han logrado librarse de la anarquía, sino bajo la autoridad de un hombre representativo, capaz de imponer su voluntad, de dominar todos los egoísmos rivales y de ser, en fin, como lo dice García-Calderón refiriéndose al general Castillo, el dictador necesario, en pueblos que evolucionan hacia la consolidación de su individualidad nacional.11
Yo he querido oponer lo que es orgánico a lo que es mecánico. El derecho nuestro, venezolano, criollo, al derecho importado, superpuesto, cuyo fracaso constante ha traído como consecuencia la falta de respeto y de fe en las instituciones, porque aún no hemos tenido ni la cultura ni el valor suficientes para crear aquel código de leyes venezolanas con que soñó el Libertador en Angostura. […] Yo he querido decir la verdad de lo que ha sucedido, explicar las causas de nuestros fenómenos sociales y políticos, señalar límites a la influencia individual en el desenvolvimiento de los sucesos que tienen su origen en la acción colectiva, para limitar también la responsabilidad de nuestros hombres dirigentes, sustrayéndolos al juicio apasionado de los partidos y al de los historiadores retardados, que de propio movimiento y apegados al viejo concepto del libre albedrío, se erigen en jueces inapelables.12
¡Apologista de la Dictadura! ¡Todavía es un gran pecado en América profesar los principios políticos del Libertador Simón Bolívar! Pero yo continúo imperturbable mi camino, porque tengo una fe absoluta en que a medida que la cultura científica vaya generalizándose en nuestros países y fortaleciéndose, por medio de la inmigración europea y el fomento de la riqueza, los órganos de selección democrática, las bases fundamentales del Código Boliviano serán un día las del derecho constitucional en Hispanoamérica.13
Este es el concepto básico que, con abundancia de argumentación y rigurosa lógica, desarrolla en las densas páginas de su Cesarismo democrático, que, en el estallido de agrias polémicas por toda América, le valió el título de «apologista y filósofo de la dictadura».
Paolo Nicolai
Véase Laureano Vallenilla Lanz, Críticas de sinceridad y exactitud (2.ª ed., Caracas, 1956).
Laureano Vallenilla Lanz, Cesarismo democrático: Estudios sobre las bases sociológicas de la constitución efectiva de Venezuela (3.ª ed., Caracas, 1952), pp. 1–2.
Ibíd., p. 9. Precisa Federico Brito Figueroa lo siguiente: «Este es el mecanismo íntimo de nuestra revolución de Independencia al que alude Laureano Vallenilla Lanz: las clases sociales explotadas, formadas en la sociedad colonial, luchando por su propia liberación, en el cuadro histórico de la emancipación nacional. Este es el fenómeno social significativo que denomino guerra de clases y colores, y de la validez de esta formulación estoy absolutamente convencido. En este contexto es fácilmente comprensible e históricamente explicable el fenómeno individual de José Tomás Boves». Ensayos de comprensión histórica de Venezuela (Caracas, 2021), p. 52.
Vallenilla Lanz, Cesarismo democrático, pp. 11–12.
Ibíd., p. 200.
Véase C. Parra-Pérez, El régimen español en Venezuela: Estudio histórico (2.ª ed., Madrid, 1964).
Vallenilla Lanz, Cesarismo democrático, p. 19.
Ibíd., pp. 27–28.
Ibíd., pp. 72–73.
Ibíd., p. 94.
Ibíd., pp. 173–174.
Ibíd., p. 231.
Ibíd., p. 234.
Excelente trabajo.
Muchas gracias por compartir.